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Leer a Jorge Luis Borges sin tener en cuenta que fue un asiduo practicante de eso que pasa por humor británico, y que tanto tiene que ver con la socarronería y el sentido del ridículo que tiene la gente de campo en Argentina, es perderse una de sus principales claves.
Pese al gesto de perdido en la nebulosa que le impuso la ceguera, fue una de las mentes más lúcidas de las letras hispanoamericanas. Esto no es una valoración ni ética, ni moral, es una constatación. En qué empleaba su lucidez, su ironía y todo su filo, es una cuestión distinta, y siempre opinable.
En todo caso, como el que siembra vientos cosecha tempestades y donde las dan las toman, para ponernos tópicos a los 25 años de su muerte, más de una vez tuvo que soportar la ironía ajena. Por ejemplo, cuando en pleno gobierno peronista, cuando él se mostraba incisivamente contra, le cambiaron el destino de su trabajo en la cultura para nombrarlo “inspector de huevos y aves” en las ferias municipales.
O la otra ironía, quien sabe si con intención o por pavada, que es su tumba en Suiza. Cuando él siempre había deseado una lápida sencilla, preferiblemente en el cementerio de la Recoleta, sólo con las dos fechas de entrada y salida de este mundo, lo entierran en Suiza, bajo un aparato ornado con runas y guerreros tal vez celtas, tal vez nórdicos; como los edredones y alguna tónica.
Aparte de esa clase de humor hacia adentro, de reírse sólo, sin necesidad de que el otro aplauda el chiste, hay que recordar que Borges era un bicho de biblioteca. Un bicho criado entre libros, pero con el mandato de un mundo que llegaba a la ciudad desde la pampa bárbara, desde los códigos elementales que rigen la vida y la muerte.
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jueves, 16 de junio de 2011
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