jueves, 20 de diciembre de 2007

Vacas, tulipanes y bombo


Leerse en otro idioma es como verse en los espejos deformantes de los parques de diversiones: uno no se reconoce, se siente otro. Esperaba con ganas la salida de “Penúltimo nombre de guerra” en Holanda, porque verme en italiano y francés no me costó tanto, pero no me imaginaba hablado en holandés.
Y bueno, al fin sucedió y no me veo ni en las comas, para exagerar un poco. Es cierto que Ámsterdam nos resulta más cercana que Soweto, y que uno tiene cierta relación familiar con el país de los molinos y los suecos de madera a través de las holando-argentina, esas vacas lecheras, blancas con manchas negras, que pueblan los campos criollos, pero… En fin, que el extrañamiento es grande.
Por eso cuelgo una muestra gratis. Con gran estupor del corrector automático de word -que quedó para el sicoanalista- me tomé el laburo de copiar el comienzo de la novela. Vea y compare.
Un par de datos complementarios: Allí se titula “Alias”, y el editor es Em. Querido´s Uitgeverij BV, de Ámsterdam. La traducción es de Dorotea Ter Horst y la foto de la contra del mendocino Michael Ronald Stallard, vecino de Barcelona.
Por cierto, no dudo de que la traducción es buena. En los contactos que tuvimos, vía mail, las preguntas de Dorotea eran muy inteligentes, y encerraban pocas dudas. O sea que… si algo suena raro, la culpa la tiene el del bombo.


UNO

Cualquiera que haya despertado en una cama de hospital, sin saber como llegó hasta allí, puede entender cómo me sentía.
Cualquiera que haya abierto los ojos a esa ausencia de dolor conque los analgésicos suprimen toda sensación de vida, sabe de qué estoy hablando.
Así desperté; sin cuerpo: apenas una conciencia que sobrevuela un pedazo de carne sin decidirse a aterrizar. Y para colmo, con los oídos invadidos por el cuchicheo de una pelea en voz baja y la sensación de que había visto un relámpago.

EEN

Wie ooit is ontwaakt in een ziekenhuisbed zonder enig besef hoe hij daar is beland, snapt hoe ik me voelde. Wie ooit zijn ogen heeft opgeslagen en die totale afwezigheid van pijn bespeurde waarmee pijnstiller ieder levensgevoel onderdrukken, wee waarover ik het heb.
Zo werd ik wakker. Zonder lichaam: een flard bewustzijn dat boven een homp vlees rondcirkelt en niet kan besluiten te landen. En tot overmaat van ramp werden mijn oten overlanden met fluisterend gebekvecht, en had ik het idee dat ik een bliksemschicht had gezien.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Yapa


Va de yapa la torre Agbar de Barcelona, monumento al pirulo que suele iluminarse, como en este caso, de varios colores. Tomé la foto con el teléfono movil o celular, asi que... es lo que hay.

Tomando carrera


Y bueno, nadie es perfecto...

Me tomé unos días de vacaciones y los usuarios se dieron el gusto de decirme de todo menos simpático.

Ahora, como para volver a tomar velocidad, dos cositas al toque.

Una: Hace frío en Barcelona y la gente se largó a la calle en turbamulta para comprar los regalos de Navidad. Navidad que en catalán se dice Nadal. O sea que, si conocen algún Nadal, ya saben de donde llegaban los que bajaron del barco.

Y con la gente en la calle salen los carteristas, los que dan el tirón y cualquier otra variante. Por suerte ¿¿¿¿¿???? en la calle también están los Mossos de Squadra (policía de Cataluña), la Policía Urbana, que se mete con el tráfico y lo que venga, y quichicientos "seguratas" de empresas privadas. La mayor es Prosegur. Invito a los que tengan ganas de saber algo que pongan ese nombre en Google. ¿A que se encuentran con viejos amigos de Yabrán?

En fin, que a cada rato alguien pasa corriendo con uno o dos uniformes detrás. Por lo que vi hoy, van empatados.

Dos: tenemos libro en Holanda. ¡Ahijuna con la lobuna! Entre diques, charcos gigantes, molinos y suecos de madera, tenemos libro. Pa que se enteren les cuelgo la portada.

Se trata de mi novela "Penúltimo nombre de guerra", solo que en el país de los Tulipanes se llama "Alias".

Buen provecho, y si, por esas cosas, me borro hasta después de las fiestas, otra vez buen provecho y tiren cuetes.

lunes, 8 de octubre de 2007

Padres variados


Es curioso lo que sucede con la lengua, con el arte de comunicarnos los unos con los otros, y hasta los unos con las otras, que suele ser lo más difícil, simplemente hablando.
Y sobre todo es curioso cuando uno cursó la vida en un idioma que dio por bueno y único, y luego viene a descubrir que era prestado, como todos los idiomas o todas las lenguas, que me gusta más verlos como lenguas: artefactos de comunicación vivos, sencillitos y de alpargatas, que no esperan la santificación de las academias para existir.
Viviendo en España, más concretamente en Cataluña, el asombro de los descubrimientos no se me acaba nunca.
Por ejemplo que, más allá del quichua que hablamos sin saberlo cuando decimos choclo, morocho, chaucha o cancha -como hablaba “en prosa” sin saberlo el burgués gentil hombre de Moliere- los argentinos chamullamos lenguas de medio mundo.
Por supuesto, todos damos por sentado que de los italianos tenemos un montón, y no le chingamos demasiado. Pero también tenemos de los otros y desde muy lejos, desde el campo.
Muchas veces dijimos de nuestra oligarquía que era una “aristocracia” con olor a bosta. Les diré algo, vistos de cerca hay que hacerse cargo, si alguien nació para aristócrata son los vascos, y en Argentina se dieron el gusto.
Sin quererlo, con la palabra “bosta”, desconocida fuera del país vasco, estábamos confirmando que nuestra aristocracia luce apellidos de ese origen, y que somos capaces de hablar en eusquera, cuando empleamos la palabra “bosta”.
¿Qué no? Que sí, cuando mandamos al perro a la cucha (a la casilla del perro, N del T) también empleamos una palabra del vasco, “cucha”, que entre otras cosas es caja.
Ahí está, bosta y cucha, nos hacen vascos.
¿Y qué puedo decir de manteca o camarón, que heredamos de los gallegos de Galicia? Palabras que nombran lo que por aquí es “mantequilla” y “gamba”, nos hacen gallegos.
Claro, puede decir cualquiera, si gallegos y vascos tuvimos a montones. Eso seguro, pero, ¿y de los catalanes?
A caerse de culo amigos de allende el charco: capicúa, nos hace catalanes.
“Cap” es cabeza, y “cúa” cola, en catalán, chamullo que aunque a muchos por aquí nos les guste, existe y con buena salud.
Ese boleto, ese billete de lotería, esa cifra que empieza y cierra como en espejo, acá comenzó a llamarse capicúa: cabeza y cola. Cap i cúa, que nuestra "Y" en catalán es "i" normalita.
Está lindo, diría el paisano, es como haberse sentido guacho (huérfano, N del T) y que un día se nos aparezcan los padres. Da un calorcito por el lado del corazón. ¿O no?
Y otra cosa, como para variar. El de la foto, el Hombre Invisible, al que pude dar la mano el año pasado en las Ramblas… era de Bariloche. Si es lo que digo, los argentinos somos como los gallegos, que un gallego nace donde se le da la gana, dicen. Los “argentos”, si son patagónicos, hasta pueden ser invisibles.

lunes, 23 de julio de 2007

Humo reciclado


Y seguimos reciclando, que es bueno para la salud.
Este año la “Semana Negra” contó con el apoyo de “El Comercio”, diario de Gijón, para editar y regalar su publicación diaria, “A quemarropa”.
Como suele suceder, pocos o nadie dan nada por nada. Así “El Comercio”, en su suplemento “Vivir el verano”, que sale cada día, durante la SN pudo publicar un relato escrito por algún autor de los que concurrían a Gijón. Los elegidos para esta tarea por el dedo de Dios -es decir Paco Ignacio Taibo II- aparte de no cobrar, debíamos atenernos a un tema, una historia ficticia, o preferiblemente real, que nos hubiera sucedido durante el verano.
Yo me di el gusto de contar una historia que hacía tiempo quería contar. Una historia a la que le “entré” varias veces, con poca fortuna, pero que me quedó por allí picando las ganas, porque en su momento me resultó impresionante.
Seguramente la desmemoria y cierta necesidad de empatar con la estética, pueden haber cambiado detalles, pero lo esencial, lo importante, que para contradecir al imbécil del “Principito”, nunca es invisible a los ojos, queda a la vista.


Humo, en el verano del 58

Fueron tres los hombres, fueron tres las mujeres y tal vez sucedió en marzo, mes tercero del verano austral, a las tres de la tarde; cuando supe que la muerte y la locura siempre atacan por sorpresa.
Yo tenía doce años, múltiplo de tres; aunque no venga al caso. Y Tandil era el sitio entre sierras, de la provincia de Buenos Aires, donde pasaba las vacaciones. Tandil era la casa de mis abuelos y la de mis tíos.
El abuelo regaba la huerta, y yo miraba con las manos en los bolsillos. Entonces, por sobre los techos comenzó a alzarse una columna de humo negro, espeso, como de película de guerra, y él dijo:
-¡Se está quemando la casa de Miguel!
Era cierto. A la vuelta de la manzana, por detrás de la casa de mi tío, al fondo de un terreno largo y estrecho donde agonizaba una huerta invadida por la maleza, ardía el rancho donde vivía Miguel. Todavía sin llamas, de los techos ascendía una columna como de petróleo quemado.
A los pocos minutos, cuando el rancho de cartones embreados comenzaba a arder por los cuatro costados, llegaron el camión rojo, la sirena y las mangueras.
Excitado, tropezando con los bomberos, fui de un lado a otro, entre los vecinos que habían abandonado la siesta. La pregunta era si “Miquel” había escapado del incendio.
Miguel, o “Miquel”, como algunos lo llamaban, tenía fama de raro. Vivía solo y, a mis ojos, que un par de veces lo había visto hablar con mi abuelo, aparecía como requemado por la vida. No era extraño. Miquel era checo, o búlgaro, o algo por el estilo que hablaba de una Segunda Guerra feroz, brillante y heroica tal vez en el cine, que había llenado los barcos con inmigrantes muy lastimados.
Hablaba poco y con acento muy marcado. Hasta el día del incendio me era ajeno. Luego, su imagen me acompañaría para siempre.
Porque Miquel era amigo de José, “el Ruso”, que en rigor era polaco, y el Ruso estaba casado con la cuñada de mi tío; y a ese lo conocía bien. Cuerpo de oso bajito, sonrisa tímida, y un castellano lleno de ruidos divertidos. También venía de un pasado del que nunca hablaba. El Ruso se pasaba el día dale que dale al martillo, los clavos en la boca, remendando zapatos ajenos.
El tercero, porque eran tres los amigos inseparables, también era de por ahí, de Polonia, Rumania o Croacia, pero parecía una persona normal, como cualquiera, sin acentos. Del tercero no recuerdo el nombre. Sí, que vivía con su mujer y su hija en una casita blanca, unos cien metros más abajo que mis abuelos, cerca del puente sobre el arroyo.
Con los vecinos en la calle y el agua ahogando las llamas del cartón embreado, los bomberos pudieron entrar al rancho, y enseguida corrió la voz: había un muerto. Un hombre muerto sobre la cama.
-Pobre Miquel -dijo alguien- el incendio lo agarró durmiendo la siesta.
Con los bomberos entraron un par de policías y dos o tres del barrio, para testigos.
Supongo que me lo invento, pero recuerdo que, al mismo tiempo que supe del muerto sobre la cama, también supe que no era Miquel. Que Miquel, un rato antes de que se viera el humo renegrido, había pasado muy de prisa, con un paquete de papel de diario en la mano, en dirección al centro. Y, esto no lo imagino, lo sé, fue la vieja, la desdentada cara de bruja suegra de mi tío que dijo:
-¡Va para la casa del Ruso! ¡Se lo dije, ese hombre está loco!
Y mi abuelo, y mi tío que corrían hacia lo del Ruso, mientras mi tía comenzaba a llorar a los gritos, presintiendo la desgracia.
No podía, no tenía con quien compartir lo que sabía, y vagué sin rumbo, hasta enterarme del rumor confirmado: le habían dado con un martillo en la cabeza. El muerto no era Miquel. El muerto era el amigo de la casita blanca.
Entonces pude ver, en aquella esquina, a las tres mujeres. Hablaban. La mujer y la hija del tercer amigo miraban hacia donde trabajaban los bomberos, y sonreían. La otra mujer les hacía un chiste.
La tercera, cuando pasé a su lado me miró con esa cara y dijo:
-¿Por qué no vas a ver si tu abuelo está en su casa?
Tardé en entender. Pero supe que ella ya sabía quien era el muerto, y que me estaba echando para que no metiera la pata.
Me senté en el umbral y desde allí seguí mirándolas: dos que reían y una que les hacía chistes, porque las otras aún no sabían.
Recién un año más tarde, en las siguientes vacaciones, pude completar la historia.
Miquel, el Ruso y el otro eran inseparables. Se habían conocido en el barco que los traía de Europa.
Miquel, el que no tenía a nadie, había comenzado a decir que lo querían matar. Y se había comprado un revólver. Había dejado el trabajo, abandonado la huerta, y de noche no dormía; vigilaba con el revólver.
El Ruso y el tercero, lo justificaban ante sus familias, que no querían verlo sentado a sus mesas, con esa cara de barba crecida y mirada de loco. Eran amigos.
Un día Miquel supo, o decidió, vaya uno a saber por qué, quien, quiénes lo querían matar. Y llevó al tercero a su casa. Y el martillo, y el fuego quemando la casa pira funeraria. Y el revólver en el papel de diario, y la caminata decidida hacia la casa, el taller de zapatos del Ruso.
Cuando el Ruso volvió a la vida, después de meses y meses caminando, mudo y sordo, por los pasillos del “loquero”, pudo contarlo.
Le vio cara rara, más que de costumbre, cuando entró al taller donde él estaba poniendo tacos a unas botas. Y, sin contestar a su saludo, abrió el papel de diario y le gatilló dos veces el revolver, apuntando a la cara.
Las balas eran viejas, o al Ruso lo protegía un ángel, porque no salió ninguno de los dos tiros y el supo que no era una broma. Que Miquel venía a matarlo.
El Ruso, bajo y fornido como un oso. Miquel alto y flaco, pero loco. Rodaron peleando, uno por su vida y el otro por la ajena, mientras las cuatro balas que quedaban en el revólver cavaban agujeros en el revoque de las paredes y el silencio de la siesta.
Unos vecinos ayudaron a reducir al loco y, entonces, me dijeron, José, el Ruso que era polaco, comenzó a llorar a los alaridos; hasta que cerró la boca y dejó de atender lo que sucedía a su alrededor, por muchos meses.
Los muchos, muchos meses que tuvieron que pasar hasta que preguntó por el tercero. Porque él, de alguna manera, ya sabía lo sucedido, desde el momento mismo en que Miquel comenzó a dispararle.
Eran tres hombres. Tres amigos llegados en el mismo barco. Uno, recuperó el habla y nunca más quiso hablar de lo sucedido. Otro, seguramente se sumergió para siempre en su soledad, en el asilo para dementes. El tercero, murió a martillo y traición, sobre una cama.
Pero lo que más recuerdo, de esa tarde en que la muerte y la locura se me hicieron tan presentes, tan imprevisibles, tan bestias feroces que me dejaban sin defensas, son las tres mujeres en aquella esquina.
La que no sabía que era viuda, la que no sabía que era huérfana, y la que sí sabía y, a su manera, postergaba una muerte haciéndolas reír.

lunes, 16 de julio de 2007

Calentando el ñati


Ya estoy de regreso de la XX edición de la Semana Negra de Gijón. Semana larga si las hay: diez días. De regreso y con ganas de darle otro empujoncito a este blog, asi vamos calentando "el ñati".
Como cada año se presentó y regaló el libro Pepsi/Semana Negra, donde confluye una pila de autores, desde prosistas hasta dibujantes de historietas, en torno a un tema común. El tema de este año fue “Los otros”, obviamente título del libro.
Los otros, el “otro” ha dado y dará mucho juego. Del otro, del “negro” ya se han ocupado, por ejemplo, Jean Genet y Jean P. Sartre.
Ese otro, suma de todas nuestras miserias, que para los chilenos es boliviano, para los argentinos patagónicos es chileno y para los franceses es portugués, argelino o belga.
Sólo que, a veces, según cambia el punto de vista, uno mismo puede ser el otro, y el otro es uno. Cuestión de distancia.
Producto de la observación y de la reflexión –no mucha, no vayan a creer- el relato que aporté al libro “Los otros” juega en Barcelona, ciudad con barrios llenos de inmigrantes, de medio planeta.
Ahí va, comparto con ustedes mi relato en "Lo otros", que tiene por título:



Los chinos

En muchas ciudades hay un “barrio chino”, y nadie sabe por qué se lo llama de esa manera, cuando en su origen no hubo un solo chino. Más, eran tan extraños, tan otros, que se los imaginaba con coleta, retorcidas uñas de mandarín, y los ojos pintados en diagonal, como el Fumanchú en blanco y negro del cine de aventuras.
Pero tarde o temprano se opera el cambio. Un día las autoridades deciden que ese punto negro, ese fondeadero del vicio, de marginales y de pobres de todas clases, perjudica de cara al turista. Y le cambian el nombre.
Raval, nueve de la mañana.
La Carmen sale a la calle protestando. Como siempre. Que la escalera es una mugre. Que todos lo putos “yonquis” de Europa se vienen de vacaciones a Barcelona. Que un día se van a enterar, cuando se rompa una pierna.
Los dos hombres llevan un largo rato discutiendo, en un español áspero, plagado de frases prefabricadas, de giros que se entienden, tal vez, solo en esa esquina y a esa hora. Nadie sabe por qué discuten, ni a nadie le importa. Son escoria. Lo que queda después de una vida que se fue hundiendo en la miseria y el olvido inmediato del alcohol barato, un chute de “caballo” si cae a mano y, cuando alguien financia, algo de cocaína.
Los dos son muy bajos, casi enanos. Como si no hubieran nacido para crecer, como si se hubieran reducido con los años. Los dos visten ropas deportivas donadas en alguna iglesia. Parecen niños que envejecieron mal y rápido.
-Carmen ¿A cuánto está hoy el polvo? -dice uno, y exhibe una risa sin dientes, que suena como si se aclarara las flemas de la garganta.
Ella ni lo mira. No contesta. La Carmen, cuentan, fue una de las reinas del Raval, cuando todavía era el “Barrio Chino” de Barcelona. Hace medio siglo.
Camina arrastrando un poco los pies. Hasta la orilla alambrada de esa construcción donde esperan las putas. Hasta el rincón de sol que nadie le pelea, porque ¿para qué? No es competencia. Ninguna quiere sus clientes de a diez euros cualquier servicio.
Los dos enanos parecen estar de acuerdo en algo, y dan unos pasos para asomarse a la escalera.
El tipo está ahí, como un amontonamiento de ropas, tirado en el primer rellano.
En la penumbra con olor a rata y fritangas brillan los papeles de aluminio requemados, y se adivinan las tiras de trapos sucios y las jeringas abandonadas.
El hombre tirado tiene zapatillas casi nuevas. Uno de los enanos se queda en la puerta.
Cuando el otro sale, el caído ya no tiene zapatillas.
-¿Qué tan enojada estas hoy, mamacita?
Todas le parecen iguales, con esas caras de otra parte, con ese color de mulatas o de indias. ¿Cubana, dominicana, brasileña? Qué más da.
-Un día me voy a romper una pierna- dice la Carmen, como si fuera una amenaza- ¿Para qué se meten mierda si les hace mal? ¿Por qué no se quedan en su casa? ¡Extranjeros!
La otra sonríe solo con la boca.
La Carmen no usa reloj. ¿Para qué, si lo que sobra es tiempo? Pero sabe cuando tiene que tomarse una cerveza. Cuándo es conveniente desaparecer por un rato. Ahora.
En el extremo opuesto de la alambrada dos travestis acorralan a la ¿Laura? Tal vez se llame Laura.
Tiene la ropa sucia, de dormir sobre cartones en cualquier parte. Más allá, cerca de la esquina, se hace el tonto su amigo de esa noche. Seguro que se les terminó el dinero para seguir con el vino, y la Laura quiere ganarse algo con una mamada rápida. Sólo que no sabe. No es del oficio. Nunca en la zona de los travestis. Son gente mala. De navaja.
Arrastrando los pies la Carmen entra en el bar pegado al “todo a cien” de los paquistaníes.
Los enanos beben acodados y le hacen un chiste, que no escucha y no contesta.
El hombre del mostrador fue su cliente durante años. Ya no. Pero le fía la copa, a pagar algún día.
-¿Sabes que me han hecho estos putos moros? -le dice.
Duda. Pero el gesto es claro: los paquistaníes también son “putos moros”.
-Ahora venden cerveza en lata ¡A casi nada y fría!
-Este barrio ya no es lo que era…
-¡Y que lo digas!
Uno de los enanos le ofrece un cigarrillo, la boca torcida en una sonrisa de conquistador. Ella sabe. Se quiere transar un polvo gratis. Toma el cigarrillo y luego lo ignora.
El enano soporta la derrota y las risas sucias de su amigo.
Por la vidriera pegoteada de anuncios puede ver la alambrada de la obra.
La Laura se aleja casi a la carrera. Dos hombres delgados, de piel mate y ropas nuevas, tal vez argelinos, hablan con los travestis. Laura escapa de esos hombres. Si los travestis a veces entienden y dejan pasar, esos hombres no.
Los travestis ríen. Los hombres sólo sonríen. Son gente seria. De eso va la cosa.
Las otras mujeres se agrupan como un rebaño amenazado, como si de pronto hubieran tenido ganas de charlar. También hay una rusa, la única rubia. O rumana. ¿Qué más da? Tienen miedo.
Once de la mañana.
La Carmen despierta sobresaltada. Le suele pasar muy seguido, en los últimos tiempos. Se queda dormida sobre la segunda cerveza.
El coche de la policía avanza sin prisa. Son dos los uniformados. Uno muy joven, el otro no tanto. Miran con cara de rutina, para ocultar la curiosidad o el aburrimiento.
El coche no se detiene, y cuando deja atrás la alambrada de la obra, los travestis y las putas han vuelto cada uno a su sitio, a la espera del cliente.
La Carmen mastica el trozo de tortilla que su amigo le ha arrimado en un plato. Tiene sabor a viejo, pero lo peor es que luego tendrá que lavar la dentadura postiza, antes de que los restos se le pudran en la boca.
Sale a la calle. Hay que ganarse el pan.
En el portal junto a su escalera están reunidos. Los conoce a casi todos. Una caja de vino circula de una a otra mano, mientras la Laura lloriquea una historia.
En su sitio de la alambrada el sol pega sin piedad. Le suda la cabeza y sabe que si sigue el calor la tintura empezará a chorrearse.
Una de las mulatas, muy joven, vuelve del hotel por ratos. Por la cara que trae, le tocó un cliente difícil.
-Los hombres son unos asquerosos, hija -dice la Carmen.
-Si usted supiera señora…
No sabe si le gusta que la llamen “señora”. Tampoco le gusta ese cantito dulzón con que la otra se queja. No es de los suyos.
¿Los suyos? Algo parecido es el grupo del portal junto a su escalera. Son todos españoles. Vuelve.
Una mirada le basta para saber que el tipo sigue allí, tirado en el primer rellano. Nadie ha llamado a la policía. Pero ya lo harán. Cuando se cansen de que estorbe el paso. Que se lo lleven al hospital o a la cárcel, da lo mismo.
La Laura dice algo y su amigo de esa noche se levanta y le cede el umbral para que se siente. La Carmen empina el cartón de vino, y se dice que cuando baje el sol volverá a la alambrada.
Alguien cuenta un chiste viejo, muy viejo, y lo festejan con voces cascadas. Entonces otro toma la posta, y vuelven a reír. Pero no la Carmen. Ella tiene sueño otra vez, y por un instante la calle se llena de noche, de luces y de fiesta en el barrio chino, donde se mezclan las voces de media España. Sin contar a esos tres marineros que.
Pero sabe que eso es una trampa de su cabeza y se sacude. Que no se puede dejar. Que tiene que aferrarse a lo de afuera. Y abre los ojos recontando existencias.
Ante el “todo a cien” conversan un par de paquistaníes. ¿Son moros los paquistaníes? Esos chicos que corren detrás de una pelota tienen cara de negros y de japoneses, todo al mismo tiempo. ¿Qué coño hacen tantos filipinos en el Raval? Seguramente sus padres.
Uno, dos, tres grupos, cada uno en su negocio, en su manera de vivir el tiempo. Esos jóvenes, con joggins, cadenas de oro, peinados brillantes, parecen gitanos, pero no. Hablan en moro ¿o será en paquistaní, o en hindú? ¿Como Mata Hari? Ella hizo de Mata Hari en un “burlesque”; salía en pelotas y con los ojos muy pintados de azul. La aplaudían, y pagaban muchas pesetas por tirársela.
En el tercer grupo hay un par de viejos vecinos. Los demás son, deben ser, ecuatorianos. Sólo beben cerveza.
Los dos argelinos pasan sin prisa y, sin detener el paso, echan una mirada a la escalera. Al tipo como un montón de trapos en el rellano. Algo más allá se cruzan con el viejo Hassim. Lo conoce. Nunca fue su cliente. Es musulmán, pero persona respetada. Llegó cuando todavía el barrio chino no había sido invadido. Hablan.
Hassim saca un teléfono del bolsillo y hace una llamada.
La Laura se empeña en defender al hombre callado. Los demás conceden que hay algunos buenos, pero que los del Este son una mierda. El hombre hace un gesto y quiere hablar. Un sonido extraño, ahogado, chirriante le sale de la garganta. Tiene una cicatriz que le corta el cuello de oreja a oreja.
-Es croata ¡pero buena persona! –dice la Laura.
El croata ¿de dónde son los croatas? tenía sus negocios, como cualquiera. Pero una noche lo cortaron para matarlo, de oreja a oreja. Y quedó aterrado y mudo para siempre. Ya no tiene amigos del Este y al grupo que se junta en ese portal le da igual. No molesta. No es como los otros, los que no respetan y se adueñan de todo.
-Nos están acorralando- piensa la Carmen.
Dan las doce en el Raval.
El coche de la policía esta vez se detiene. Descienden los dos y entran en la escalera. Uno de ellos lleva la mano sobre la pistola, por casualidad.
Los dos enanos los observan desde la puerta del bar con ojos de espiar.
Salen. El policía más joven se ve muy pálido. El otro hace una llamada con su “handy”.
Afirmativo, hay un muerto. Informa. No, no lo hemos movido, pero por la sangre parece que le dieron un par de puñaladas. Tiene cara de extranjero, tal vez ruso, o alemán. Sí, quedan a la espera.
Uno de los enanos se pega a la pared y se aleja sin correr, lo más rápido que puede. El otro se acerca a los policías. Tiene ganas de colaborar. Siempre puede ser una ventaja. Les dice algo y señala en dirección a Carmen.
La Carmen suspira con cansancio. Será un día muy largo. Tal vez le den de comer, allí donde la lleven.
-Putos extranjeros- murmura, mientras ve como se queda sola, porque la Laura y los otros se muestran más borrachos de lo que están y comienzan a caminar calle abajo. Las mulatas han desaparecido. Los dos travestis se acercan a curiosear. Esos tienen sus papeles en orden. La calle se está vaciando.
No quiere escuchar, pero no puede evitarlo, porque la sangre le circula a mil.
-Parece española -dice el policía joven.
-Da igual -deja caer el otro- aquí son todos chinos.

martes, 29 de mayo de 2007

Plena ocupación


Este fin de semana hubo elecciones en España y, para no ser menos, las habrá en Buenos Aires dentro de pocos días. Nadie puede asegurar, ni este cerdo “chauvinista”, que unas puedan ser más interesantes que las otras. Últimamente -me refiero a los últimos 30 años- los candidatos se amontonan en la social democracia, y se hacen cirugía de pómulos, nalgas y neuronas, para ser más que iguales.
O sea que votar ya no es lo que era antes; cuando uno podía hacerse módicas ilusiones.
Sólo que hay países o gente, que, de tanto en tanto, producen un milagro y los memoriosos pueden emular al ex presidente Alfonsín, cuando decía: “con la democracia, se come, se cura, se aprende”, sólo que diciendo ¡con la democracia hasta te la maman!
Digo esto porque Tania Dervaux, candidata al senado de Bélgica, ha prometido 40.000 felaciones a los que se inscriban en una lista colgada en la web de su partido.
La chica se iluminó de golpe cuando, como todos, prometió plena ocupación concretando 400.000 nuevos (jobs) trabajos. Graciosos que nunca faltan le escribieron sugiriendo que cambiara trabajos por “blowjobs”, o sea felaciones, y Tania no se hizo rogar. Sólo achicó un cero las cifras, porque una cosa es ponerse a la tarea y otra hacer política de masas.
La señora lo tiene todo calculado, y regimentando. Cumplir su promesa electoral la tendrá plenamente ocupada 500 días, a 80 sesiones de sexo oral diarias. Siempre y cuando los beneficiarios pongan el preservativo, y no se tomen más de cinco minutos para este servicio a la comunidad.
Grafolito del Duraznero, ese gusano que no cree en la honestidad humana, sostiene que la del afiche no es Tania, porque si fuera no se jodería la vida metiéndose en política. Más, sospecha que será apoyada en la tarea por un cierto número de becarios y becarias de su equipo político; sin garantías de eficacia, o estéticas.
Si esto fuera cierto… adiós con nuestras esperanzas de un cambio positivo en la política. Otra vez nos habrían vuelto a defraudar.

martes, 22 de mayo de 2007

La memoria debe ser acción

Represión y fusilamiento de un maestro

Luego de 30 días de realizar diferentes medidas de protesta y de reclamo frente a las autoridades del gobierno neuquino, los trabajadores de la educación, por decisión mayoritaria de sus masivas asambleas, se dirigieron a la localidad de Arroyito para efectuar un corte de ruta. Allí los estaba esperando la policía con sus cuerpos especiales de represión. Ante la magnitud del operativo policial, los trabajadores decidieron retirarse a la vez que, la policía provincial desató una brutal represión y virtual cacería de maestras y docentes con total desprecio por la vida humana. Utilizando gases lacrimógenos y balas de goma a mansalva, camionetas especiales, camiones hidrantes y autos no oficiales, con personal uniformado y de civil, todos fuertemente armados atacaron a una multitud desarmada... Un maestro, Carlos Fuentealba es fusilado por la policía.
Carlos Fuentealba
Un obrero de la construcción, un empleado..., finalmente, y con mucho esfuerzo de su parte y de su familia, a los casi cuarenta años, un maestro... un profesor. Un trabajador preocupado por la injusta realidad social de la provincia, del país. Como lo definiera Sandra, su esposa, “un militante de la vida”. Un trabajador comprometido con la lucha por un futuro mejor para su familia y para los sectores más humildes de la sociedad. Un trabajador que, lejos del individualismo, buscaba la acción colectiva y organizada junto a quienes consideraba los suyos. Muchas son y han sido las expresiones de sus alumnas/os que resaltan su calidad humana y su preocupación por el otro, como así también su calidad profesional como trabajador de la educación.
El asesinato
El día cuatro de abril de este año, Carlos Fuentealba, ya se retiraba junto a otros compañeros luego del intento fallido de cortar la ruta. Mientras transitaban por la ruta 22, en un auto Fiat 147, hacia la ciudad de Neuquén, la policía interceptó su paso, disparando de muy corta distancia, por la espalda y a la cabeza de Carlos, una granada de gases lacrimógenos. Ante la sorpresa y la indignación de los manifestantes, ante las cámaras de televisión y de otros medios, el trabajador de la educación, debatiéndose entre la vida y la muerte, es sacado del auto, en medio de una densa nube de gases, por sus compañeros. La policía continúo la represión e impidió el paso de la ambulancia que minutos más tarde llegara para auxiliar al maestro gravemente herido.
Los días siguientes...
La muerte de Carlos Fuentealba fue anunciada ante una multitud que esperaba noticias de él a la puerta del hospital. Miles y miles marcharon por las calles neuquinas en repudio al brutal asesinato. La exigencia de renuncia de todo el gobierno de la provincia no se hizo esperar. La marcha más grande de la historia de esta provincia se llevó a cabo en estos días. El lunes 9 de abril, treinta mil personas se movilizaron rodeando la casa de gobierno.
En este marco, el gobernador J. Sobisch, declaró públicamente su responsabilidad política en la decisión de reprimir a las docentes, argumentando la legitimidad y corrección de la misma. Lejos de lograr su objetivo de amedrentar a los trabajadores de la educación, este hecho doloroso provocó una mayor unidad y acción con otros trabajadores y sectores de la sociedad frente al gobierno.
Hoy la huelga de los trabajadores de la educación ha finalizado pero comienza a resonar con fuerza en la provincia del Neuquén y en el país la exigencia de juicio y castigo para todos los responsables materiales, políticos e ideológicos de la represión y el fusilamiento público de Carlos Fuentealba. Este no debe ser un nuevo caso de impunidad al que los gobiernos y la Justicia nos tienen acostumbrados.

Por lo expuesto, desde la Comisión Carlos Presente Justicia Ya. (CoCapre) hacemos un llamamiento nacional e internacional hacia todas las personalidades de la sociedad, la política, la cultura, la ciencia, el arte... a pronunciarse contra esta brutal represión y asesinato ejecutada por el estado neuquino. La memoria debe ser acción para impedir una nueva situación de impunidad frente a los crímenes de la policía y del estado. Hacemos extensivo este llamado a todas las organizaciones de trabajadores o instituciones que deseen expresarse en este sentido. Los invitamos a enviar el siguiente pronunciamiento, o el que Uds. consideren apropiado, al Juez Instrucción de la causa Cristian Piana, fax: 0299-4422160 (del exterior agregar codigo 054) dirección de e-mail cristian.piana@jusneuquen.gov.ar y remitir a las siguientes direcciones de correo pertenecientes a nuestra comisión: cocapre@hotmail.com ; cocaprejusya@yahoo.com.ar y aten@speedy.com.ar .
PROPUESTA DE PRONUNCIAMIENTO PARA PERSONALIDADES Y ORGANIZACIONES NACIONALES E INTERNACIONALES.

La /El que suscribe....................................................................., Documento Nº ...................,adhiere a la exigencia de Juicio y Castigo para todos los responsables materiales, políticos e intelectuales de la represión en Arroyito, Provincia del Neuquén, Argentina, el día 4 de abril del año 2007, en la cual fuera fusilado públicamente el trabajador de la educación Carlos Fuentealba, mientras transitaba por la ruta Nº 22 durante una medida de fuerza de la que participaba junto a sus compañeras/os del sindicato, la Asociación de Trabajadores de la Educación del Neuquén (Aten).
Indicar lugar de procedencia, Organización a la que pertenece, Actividad que desempeña

lunes, 14 de mayo de 2007

El GDA en acción


A veces los que están lejos se preguntan que clase de argentinos los representan en “las europas”. Para aproximarnos a una respuesta publico esta foto, tomada en las laderas del Montseni, cercanías de Hostalric, Cataluña.
Convocados para talar y hacer leña un par de árboles que habían nacido sin permiso, se constituyó, un día soleado, este “GDA” Grupo de Desforestadores Argentinos, que más bien parece un cruce entre la “Brigada de la Muerte” y los Hermanos Marx. En la foto, cargan contra un pobre árbol.
De izquierda a derecha: con la motosierra, el socio de Grafolito del Duraznero. Segundo y mostrando músculos, “Quiles”, músico, ecologista y deforestador. Sigue Pascualito, el que se peina agarrando un cable pelado. Luego, Carlos, el “Tordo guitarrero”, y por último, cuidando los ataques por el flanco, Daniel “El Negro”. Detrás de la cámara, como para no quedar pegado con el resto, Ronald M. S. el “Escocés cuyano”.
Ahora ya saben qué caras tienen sus representantes en Europa. Nunca más dormirán tranquilos.

miércoles, 9 de mayo de 2007

Se nos fue una Madre


Me acabo de enterar de que se nos fue “La Gallega”. Para los documentos de identidad y otras habitualidades, era Sara García Muñiz, para mí y para muchos otros, era “La Gallega”.
Uno de sus hijos, Gonzalo Carranza, fue un querido compañero de “tumba” al que desaparecieron la noche del 2 al 3 de febrero de 1978, de la cárcel de La Plata.
Gonzalo era un tipo con humor, y estaba claro que lo había heredado de su madre.
“La Gallega”, como la llamábamos porque había nacido en España, o eso creíamos, nunca se entregaba. Siempre tenía una sonrisa y el ánimo dispuesto a la risa y a la broma. Era una maravilla hablar con ella en las visitas en que nos atiborrábamos de mate, en la cárcel de Devoto. Y era un aliento, un empuje para no entregarse, cuando ya no hubo mate, pero sobraron los palos y los encierros.
Claro, como muchos, “La Gallega” vivió sus propios cambios. Un día fue la tortura. Para ella y para su hija menor, una piba muy jovencita.
Luego, el exilio de la hija, primero a Alemania y luego a cualquier parte que no oliera a tortura. Y ella aguantando. Haciendo el “aguante” a Gonzalo, que estaba preso.
Hasta febrero del 78. Sí, el mismo año del mundial de fútbol.
Entonces, sin haberlo pedido, la hicieron Madre de Plaza de Mayo. La hicieron digo, porque más allá de la voluntad y la decencia, son los hijos de puta los que hicieron a las Madres de Plaza de Mayo. Seguramente, si hubieran podido elegir, ellas elegían otro destino.
Luego de la desaparición de Gonzalo Carranza, casi nada supe de ella. Hasta que vine a Barcelona.
En ese diciembre en que estalló la crisis anunciada, para parir al “corralito” y todas sus consecuencias, los argentinos en Barcelona, con la solidaridad de un montón de “gayegos”, convocaron una concentración ante el ayuntamiento.
Fui, como tantos otros. Y en un momento en que el impulso “patriótico” pudo más que la vergüenza, unos cuantos se pusieron a cantar el himno argentino.
Entonces escuché una voz que los increpaba. Que decía por “esas cosas” –el himno y sus implicancias patrioteras- en Argentina habían matado a miles.
Era una Madre de Plaza de Mayo. La única presente.
Entonces reparé que además del pañuelo blanco, en el pecho llevaba prendida una foto. La foto de Gonzalo Carranza. Era “La Gallega”.
Dos o tres veces nos juntamos a tomar mate, porque vivía en las cercanías de Barcelona, y otra vez fue un gusto recuperar su humor y sus ganas de vivir, a pesar de todo.
Hoy ya no está. Y me llena de tristeza, porque reparo en lo que no queremos ver: las Madres de Plaza de Mayo se han hecho muy viejitas. Y se nos van. Gota a gota.
Tal vez, un día, si vivimos lo suficiente, sean un episodio de la Historia.
Pero ya no será lo mismo. Con seguridad, no será lo mismo.

miércoles, 2 de mayo de 2007

Le faltaron los ingleses


Hace un par de días un diario regaló en España el video donde el pibe Messi hace un gol calcado al de Maradona contra los ingleses, y lo titula “el gol de la Historia”. Está claro que exageran.
Porque el gol, es cierto, cuando uno lo mira provoca escalofríos. Esos escalofríos casi eróticos que bien conoce todo hincha de fútbol, porque es como asomarse al arte más desnudo, a la existencia de los dioses. Pero le falta el entorno, que hace a la diferencia.
El gol de “el Diego” fue contra Inglaterra. Y eso, para un argentino, no tiene precio. Pero, para completar la cosa, primero les había hecho un gol con la mano, a pura picardía. Y eso, para un argentino, tampoco tiene precio.
El viejo Borges, un ciego que muchas veces veía mejor que nadie, definió el ser argentino por su juego más popular: el truco. Trampa, astucia y picardía para “engrupir” o “correr de apuro” al contrincante; para ir más allá de lo que la suerte y las cartas nos auguran. Algo así -si me permiten el dislate, que los hinchas de fútbol somos lo que somos- como el empecinamiento de los héroes de la tragedia griega, que un día decidían cagarse en el destino, y se la rebuscaban para vivir su vida, más allá de los razonables “posibles”.
Por eso nos gustó el gol con la mano: “La mano de Dios”. Pero más nos gustó que, después, como para mostrar que sobraba talento, Maradona apilara contrarios como si fueran de madera, como si los ingleses hubieran ido al bar antes de entrar a la cancha.
Eso, nada más que eso, es lo que le faltó al pibe Messi. Por lo demás, fue calcado. El pibe es un fuera de serie. Uno en cien millones.
¡Ah! Y cambiando de palo. Que el FBI diga que me vigilaría si voy a los EEUU, me deja perplejo. ¿No tienen nada mejor que hacer, estos boludos? En fin, que no pienso ir, así que, tranquilos muchachos, sin alarma.

jueves, 26 de abril de 2007

Bocaditos de aire


Para “parar la olla”, porque los libros no dan tanto jugo, trabajo en los montajes de un catering. Un trabajo bastante duro y muchas veces sucio, propio de inmigrantes sudacas, y pagado como tal. Sólo que tiene algo bueno, a veces se transforma en una puerta al absurdo o a la obscenidad.
Esta semana trabajé en y para una cena de 2.500 comensales. Decían que eran algo así como los dueños o administradores de toda la reserva de gas licuado del mundo. O sea, lo que se dice: pobres.
La parte culinaria, como corresponde a la categoría de la cena, estaba a cargo del más famoso cocinero catalán, al estilo de su restaurante en Barcelona, donde reservar mesa requiere meses de espera y cartera repleta. Es decir que la parte comible del asunto era todo lo cara que uno se atreva a imaginar.
Cara, y acompañada de cocineros empeñados en ser artistas. Cocineros de burbujas de aceite que explotan en la boca con sabor a aceituna, pero no demasiado. Cocineros que orquestan platos con pulpos y salsas, con una creatividad y un arrobo que dejan a Pablo Picaso a la altura de un albañil de pueblo.
Claro, el arrobo creativo es caro, y si a eso se le suma escenografía, espectáculo, infraestructura, etc, etc, ya se sabe; menos mal que queda gas licuado.
Bien, los supuestos jeques tal vez se fueron de putas o tenían otros negocios que atender, y faltaron.
Faltaron mil -(1000), M.I.L, ¿lo digo de otra manera?-, mil invitados a la cena.
Y los arrobos, y las monsergas, y los chupetines de chocolate, y el aperitivo creativo, y los bocaditos de aire con sabor a aceite que explotan ¡tilín! en la garganta, y el pulpo y la carne y todo lo de esos mil (1000) que no se sentaron a la mesa, tomó el camino de la bolsa negra y la basura.
Cara la basurita. Tan obsceno que dan ganas de vomitar. Porque no sucede a cada tanto. Sucede todos los días. ¿Tirar tanta comida? No, aunque también. Sucede todos lo días el comprobar que los artistas, los creadores que representan mejor este siglo son los que cocinan para barrigas sin hambre. Para los nuevos ricos, los ricos de siempre y la progresía que ve de buen tono ser decadente, democrático y de buen paladar, sin renunciar a una lágrima por las ballenas, y los “cayucos” que vienen navegando de África, repletos de negros que sueñan con bocaditos de aire, para entregar sus carnes a los tiburones.
Es lo bueno de trabajar en un catering: abre una puerta al absurdo, y al realismo político.

miércoles, 28 de marzo de 2007

¡Qué debute, la puesía!


Indispensable para cantar una “flor” en el Truco.

“Por el río Paraná
venía bajando un piojo,
con un hachazo en un ojo
y una flor en el ojal.”

Aporte al Día de la Poesía, por el Entendimiento Internacional y el Intercambio Cultural argento/galaico.

lunes, 26 de marzo de 2007

Grafolito va "de pluma"




Gafolito del Duraznero tiene una pasión secreta, escribe “teatro social”. En este blog hemos decidido, por unanimidad de uno, dar a conocer su obra. Al menos lo que no es prohibido para personas sensibles. Lo que sigue es una pieza corta que el tipo escribió, por pedido, para un espectáculo feminista. Por razones que serán obvias, no llegó a la escena. Se titula:

DELICIAS CONYUGALES DE LOS HUMANOS,
O LOS HÉROES NO SIRVEN PARA UNA MIERDA

DÍA. SALA DE UN PISO DE CLASE MEDIA DE BAJOS RECURSOS. EN EL CENTRO DE LA SALA HAY UN SOFÁ. EN EL SOFÁ DUERME UN HOMBRE TAPADO CON UNA MANTA. LE VEMOS SOLO LA NUCA.
EN ALGÚN LUGAR DE LA CASA, SEGURAMENTE EL DORMITORIO, SUENA UN DESPERTADOR INSISTENTEMENTE Y EL HOMBRE, MOLESTO, SE TAPA LA CABEZA.
ALGUIEN LO APAGA Y, TRAS UN MOMENTO, ENTRA A LA SALA UNA MUJER CERRÁNDOSE EL CINTURÓN DEL SALTO DE CAMA.
ES UNA MUJER DE TREINTA Y ALGO, QUE CRUZA DE DERECHA A IZQUIERDA CON CARA DE MUY MAL DORMIDA.

Mujer: (Se detiene al rebasar al hombre y dice con voz empastada por el sueño) A ver si te levantás alguna vez. El día no es para dormir...
(Desaparece por izquierda y se oyen ruidos de cocina) (La mujer retorna a escena bebiendo una taza de café) (Da unos pocos pasos y se detiene a mirar al hombre acostado, mientras va cargando rabia) (El hombre, hasta el final, reaccionará ante lo que diga la mujer cambiando de posición, sin mirarla, la cara vuelta hacia el respaldo del sofá)
Mujer: (Furiosa) ¡Te vas a levantar, de una puta vez!
(Silencio) (Pausa)
¡Vago! No sos más que un vago... ni dormir en el sofá te hace entrar en razones a vos...
(Caminando rápido, con movimientos violentos, abre la ventana, busca dónde dejar la tacita del café, y termina por volver a la cocina)
(Pausa)
(La mujer retorna con una aspiradora que enchufa en algún lugar y pone en marcha con malevolencia.) (Empuja la aspiradora hasta el sofá y se dedica a pasarla por el piso sólo en esa zona. La aspiradora hace un ruido infernal. El hombre no reacciona.)

Mujer: (Gritando por sobre el ruido) ¿Estás muerto? ¡Dame una alegría en la vida y decime que estás muerto!
(El hombre acostado hace un movimiento, como para contradecirla, y ella choca varias veces la aspiradora contra el sofá.)
Mujer: ¡Perdón! Perdóneme su majestad, pero hoy no sé lo qué me pasa...
(De golpe la aspiradora deja de hacer ruido. Ella apela a los botones de puesta en marcha, pero el aparato no responde. Se pone furiosa, tironea del cable, empuja la aspiradora hasta el enchufe y lo revisa, vuelve a probar con los botones. Pero la aspiradora no anda.)
Mujer: (Verdaderamente desesperada) ¡Mierda, mierda, mierda! Otra cosa que no anda. Se rompió el televisor, el frigorífico sirve sólo para el invierno, nos cortaron el teléfono... Y vos, cómo si nada.
(Durante la escena que sigue, la mujer camina hacia uno y otro lado, se ve que tiene ganas de agredir al hombre acostado, pero se contiene, saca cigarrillos del bolsillo y fuma uno detrás de otro)
Mujer: ¡Claro...! El señor está para grandes cosas... Pagar la luz, el gas, el alquiler del piso, ¡comer! es de gente con poco vuelo. (Se señala con el dedo) ¡Para eso está la tarada! Me mato trabajando, y todo para nada.
¿Por qué no podemos ser como todo el mundo? Yo no digo que tengamos una limousine, pero un coche, económico, de segunda mano, para ir de picnic los domingos ¿por qué no? ¿Por qué no podemos tener un coche, como todos los vecinos? ¡Porque el señor no gana un puta moneda! ¡Por eso!
No, no, no... no me digas que no lo necesitamos, callate la boca que ya estoy hasta el moño de tonterías. Un coche no es solamente para ir de aquí para allá, entendés... un coche es algo más, es... ¡qué estoy haciendo! Si sos incapaz de entender lo que digo. (Grita) ¡Marciano! ¡Marciano, marciano, marciano...!
(Se deja caer sentada sobre uno de los brazos del sillón que está a los pies del hombre acostado) (Tiene un ataque de piedad por sí misma.)
Y yo que me casé con tanta ilusión... Había encontrado mi príncipe azul, el único que había en el mundo... ¿Todo para qué? Para no tener nada de lo que tienen mis amigas. ¡La gente normal! Una familia, una casa en la costa para las vacaciones, una hipoteca, un hombre que me haga caso... ¿Y qué conseguí? ¡Esto!
(Monta otra vez en cólera)
¡No tengo casa, no tengo vacaciones, no tengo televisor! ¡No soy nadie! ¡Ni marido tengo, porque el señor anda de aquí para allá como Don Quijote, arreglando el mundo!
¿Decime, pedazo de estúpido, vos nunca leés los diarios? El mundo no tiene arreglo, infeliz. Hay que dejar de hacer el gilipollas y pensar en uno. ¡En uno mismo, marciano!
¡Sí, eso es lo que sos! ¡Marciano, marciano, marciano!
Tanto sacrificio, tantos problemas con todo el mundo para casarme con vos, ¿y todo para qué? Para nada.
¡Si, sí, sí; para nada! Ni un gesto de cariño, ni un segundo en que te preocupes por mí. ¿Sabés cuando hace que no tengo un orgasmo con vos? ¡Mil años! ¡Diez mil años! ¡Ja! ¡El “hombre de la verga de acero”! ¡Ja! Pero si es como los conejos...
(Hace un significativo gesto de mete y saca con un dedo en el aire)
¡Chiki, chiki y ya está, a dormir! ¿Y yo? ¿Qué soy? ¿Una muñeca de goma? ¿Dónde aprendiste a hacer el amor? ¿Por correo?
¡Ya sé, ya sé! No me digas nada porque tus argumentos me los conozco de memoria. Que vos sos distinto, que tenés muchas preocupaciones por la humanidad, y que... que... ¡que la puta madre que me parió! ¡Yo soy humana! ¿Me entendés?
(Se acuclilla ganada por el llanto.)
Necesito un poco de cariño, que te preocupes un poco por mí... ¿Cuándo una caricia para que tenga un orgasmo como cualquiera? ¿Cuándo me vas a regalar algo bonito? Aunque no sea caro. Unos pendientes... un turno en la peluquería, que mirá cómo me tenés... un televisor que funcione para cuando estoy aburrida... Una aspiradora nueva...
(El tema de la aspiradora actúa como revulsivo y retorna a la rabia del principio. Retoma la caminata en torno al sofá.)
¡Una podrida aspiradora con dientes, para triturarte el culo! ¡Vago, más que vago! (Grita) ¡Fracasado! Eso es lo que sos: ¡Un fracasado!
(Afuera, en la ciudad, suena una sirena) (El hombre levanta la cabeza y, cuando vuelve a sonar la sirena, arroja la manta y se pone en pie. Es Superman, con su capa y todo lo demás.) (Superman trota hasta la ventana y se para en el marco, para volverse un instante con gesto de héroe.)
Superman: No me esperes para comer, quizás me retrase. ¡El deber me llama!
(Se lanza y sale volando)
Mujer: (Se deja caer en el sofá derrotada) ¡Madre! ¿Por qué tuve que casarme con Superman? ¡Por qué tuve que casarme con Superman!

TELÓN RAPIDO

domingo, 25 de marzo de 2007

Amortizado


La Semana Negra de Gijón edita, cada año, algunos libros que se regalan a los asistentes. Como la expropiación revolucionaria ya no está de moda, canjea “prestigio publicitario” por dinero. Así, doña Pepsi pone las rupias necesarias para una magnífica edición donde se publican colaboraciones –ad honoren- de dibujantes de historieta, guionistas, poetas y escritores, en torno a un tema en común. En el 2004 el tema fue un tributo a Leonardo Da Vinci.
Como los libros volaron al minuto de ser presentados, y no se venden en ningún mercado, comparto con ustedes lo que fue mi aporte.
Hay pruebas de que Leonardo entre tanto ingenio que nunca llegó a funcionar, inventó o al menos pensó, la bicicleta. También hay más de uno que refuta esa posibilidad.
Me gusta creer que es cierto; porque me gustan las bicicletas.


UNA FILOSA DAGA VENECIANA

Regresé a Buenos Aires por un trabajo. Encuentro lo que no se perdió, y lo restituyo a quien me contrata. Soy un especialista que no figura en las guías de profesionales. ¿Conforme?
En este caso me habían adelantado una pequeña fortuna, sin regateos. Lo que siempre significa que la cosa apesta, o que alguien está desesperado. Cuando nos vimos en un café de Montmartre para ajustar el acuerdo, a mi cliente, el más reputado erudito sobre vida y obra de Leonardo Da Vinci, le temblaban las manos.
El tipo, pongámosle “XXL” porque era muy gordo, aseguraba que el último integrante de la comuna anarquista del barrio de La Boca tenía un tesoro. Unos papeles de Leonardo que darían al carajo con todo lo que se sabía de su vida hasta la fecha. Y yo tenía que conseguirlos, como fuera –por derecha o por izquierda, por persuasión o silenciador- para entregárselos en el menor tiempo posible.
Si de verdad había un “tesoro”, ya se vería si se lo entregaba o hacía el negocio por mi cuenta. Siempre fui partidario de la iniciativa privada.
Lo cierto es que cuando llegué a la dirección que tenía, los restos del incendio ya se habían enfriado. La casona de ladrillo, madera y chapa canaleta se veía pintada por el humo, y un revoltijo de papeles y ropa quemada se mezclaba con los derrumbes. Para colmo llovía.
Frente a la casa había un bar, y en el mostrador un gallego aburrido que, con una consumición generosa y hablarle de la Coruña, me abrió su corazón.
Sí, el último habitante era un “bicho raro”, pero buena gente. Se tomaba su vermut antes del mediodía y su cafecito por la tarde. Era italiano, o hijo de italianos; pero hablaba poco. Vivía de unas historietas sobre inventores y jugadores de fútbol anarquistas, que vendía a la salida de la cancha de Boca. No vaya a creer, parece que en Europa le iba bien con las historietas, viajaba muy seguido. ¿Qué quiere que le diga? Como todo el mundo... Más o menos así de altura, canoso, con barba corta. Lo que más impresionaba era la mirada. Como de loco inteligente, no sé si me explico. No, el cuerpo no lo encontraron, capaz que estaba de viaje o se quemó con el incendio. Esas cosas suceden todos los días; con estas casas tan viejas qué se puede esperar...
Cuando el patrón hizo la pregunta inevitable:
-¿El señor es pariente...?
Me cubrí para lo que tenía que hacer:
-Soy profesor adjunto de la Universidad de Salamanca, investigador en el Departamento de Cómic Latinoamericano.
El tipo redondeó la boca en un “¡hostia!” silencioso y me convidó con un orujo de su tierra. No estaba mal, aunque, estoy seguro, lo había destilado en el patio de atrás.
En otoño nunca se sabe cuando va a parar la lluvia, pero alguna vez lo hace. Así que maté el tiempo llenando de embustes la cabeza del cantinero, no quería que llamara a la policía cuando me viera hurgar en los escombros. No me costó nada. ¿Quién no es un especialista en historietas?
Al fin el sol asomó indeciso y pude comenzar la búsqueda, descartando lo que estuviera muy a la vista. No voy a cansarlos con datos innecesarios, ni quiero avivar giles. Un profesional sabe todas las trampas que hace el cerebro humano para esconder las cosas importantes. Así fue que encontré el cuaderno, cuando ya estaba tiznado y pringoso como una docena de carboneros.
Me alejé del barrio con el viento que soplaba del Sudeste. Para los que no conocen La Boca diré que es como Venecia, pero sin agua. Salvo cuando sopla la sudestada. Las calles son canales y las veredas suben y bajan escaleras para alcanzar las puertas de las casas. Cuando sopla el viento del Sudeste el mar contradice al Río de la Plata, y el río se la agarra con el barrio. Hasta el Titanic se vería en apuros en esas calles invadidas por la correntada.
En el incendio la casa había perdido el frente. O sea que, si entraba la inundación, borraría hasta el último rastro. Tenía que apresurarme a estudiar lo que me llevaba, por si era necesaria una segunda búsqueda.
Regresé al hotel caminando, porque ningún taxista me hubiera dejado subir a su auto, hecho una mierda como estaba. Bajo el brazo llevaba el cuaderno. Historietas no agarré ninguna, y es el día de hoy que lo recuerdo y me duele el estómago.
Un rato más tarde, bañado, perfumado y con un wiscacho a mano, abrí el cuaderno.
Dos ratos más tarde lo cerré, con una sola cosa clara: si no se trataba de una locura monumental, podía ser el negocio del siglo.
Encargué dos pizzas, una botella de wisky y cualquier antiácido que tuvieran a mano; tenía una dura noche de trabajo por delante.
Afuera, el viento del Sudeste soplaba constante, pero suave, lo que me daba esperanzas de no tener que correr contra esa fuerza.

AEROPUERTO DE EZEIZA, BUENOS AIRES. SALA VIP.
El hombre aguarda la llamada para embarcar, dibujando máquinas imposibles en una libreta de bolsillo.
El sonido de los tacos altos le hace levantar la cabeza, en coincidencia con la de todos los hombres y mujeres de la sala. El único que no manifiesta avidez o envidia es un ciego, que fuma y fuma, amarrado a su bastón.
Esa pelirroja endiablada no existe. Está demasiado bien para ser cierta; pero, sin embargo, sus pasos la conducen hasta el sillón donde está el hombre y se sienta a su lado.
Ella .- ¿Otra vez de viaje?
El .- Mientras me pague mis pasajes no veo qué tenés que decir...
Ella .- ¡Es que ya me parezco a ese maldito Papa! ¡Como maleta de loco, de un lado para el otro!
El .- Tranquila, piba, que vos estás mucho más fuerte que ese pobre “jovato”.
Ella trata de contener su mal humor. Abre la cartera y saca un cigarrillo. Veinte encendedores se le ofrecen. Ella pasea una mirada de asco que apaga todas las llamas, y aspira un cigarrillo que se enciende solo.
Ella .- Esa es otra cosa que me pone de los nervios: que te hayas vuelto tan porteño. ¿A que eres capaz de cantar un tango?
El .- Nunca. Un buen porteño no sabe un solo tango entero. Se te aparecen de a cachitos, cuando la suerte que es “grela” te maltrata fulero. Hay que ser extranjero para saberse la letra completa.
Ella .- (Con rencor tanguero) ¡Ja! ¡Un gaucho italiano!
El .- Error: Italia no se había inventado, y a esta altura soy ciudadano del mundo. ¿Trajiste tu pasaporte? ¿O vas a volar en escoba?
La pelirroja aplasta con violencia su cartera contra el suelo, y se yergue como un furioso sueño lúbrico, para gritarle:
Ella .- ¡Ya me tienes hasta el copete! ¡Lo último que voy a tolerar es que me llames bruja! ¡Verdugo, macarra, maltratador de mujeres!
Varios pares de ojos masculinos se indignan en consonancia y hay movimientos vindicativos. Unos son retenidos por sus conjugues. Los que no tienen quien los sujete se quedan en el molde. No vaya a ser que todavía liguen algún sopapo.
El .- (Incómodo) Tranquila, Colorada, no le demos de comer a las fieras.
La pelirroja se recompone, se sienta y se da un tiempo para encender otro cigarrillo.
El .- Te vas a matar fumando tanto...
Ella .- Hoy estás gracioso, tío...
(Breve silencio)
Ella .- (Bajando la voz) Leonardo, tienes que renegociar el contrato...
El .- Nones...
Ella .- Eres un hijo de puta...
Comienza a llorar silenciosamente, y los ojos de los presentes apuñalan al hombre por provocarle esa congoja.
El la toma por los hombros y le presta su pañuelo.
Ella .- Me haces sufrir tanto...
El .- Colorada, un contrato es un contrato...
La pelirroja se enfurece, muerde el pañuelo y se lo devuelve reducido a tiritas.
Ella .- Sabes bien que me irrita que me llames Colorada ¡Pintamonas!
El .- ¿Y cómo querés que te llame? ¿Satanás, Belcebú...? ¿Después de tantos años de sociedad?
Ella .- (Dispuesta a ceder) Mira, hagamos un acuerdo. Tú sabes que tienes fama de maricón. Si negociamos el contrato hago aparecer pruebas de que te follaste a media Florencia.
El .- (Con una sonrisa carnívora pasea la lengua por los labios) ¿Su majestad tiene algo de qué quejarse?
La pelirroja se ruboriza como una colegiala más bien perversa, y duda entre agarrarlo a patadas o ponerse otra vez a llorar. No hace nada de eso. Se recuesta en el sillón y dice con voz cansada:
Ella .-No tendría que haberte aceptado esa apuesta.
El .- ¿La verdad? Yo tampoco pensaba que la podía ganar.
Ella .- Era mucho más probable que la gente volara... ¿Quién podía creer que se iban a subir a ese invento tuyo, para pedalear como unos gilipollas?
El .- Ya ves... no hay límites para el asombro. Y ya es hora de que lo llames “bicicleta”.
Ella .- Lo que no tiene límite es el ridículo. ¡Bicicleta! Si hasta el nombre parece de guasa. Y yo... ¡esperando como una idiota a que me entregues el alma cuando te aburras!
Una voz femenina avisa por los parlantes que los pasajeros deben embarcar.
El .- Ya me tengo que ir.
Ella .- ¿Al tío que le toca ahora, ya sabes dónde encontrarlo?
El .- Sí, es de costumbres rigurosas. Todos los jueves por la tarde va al Louvre.
Los dos caminan unos pasos y se detienen para mirarse en silencio.
El .- Sabés que no me gustan las despedidas, Colorada.
Ella .- Esto no es una despedida, mi rey. Reservé habitación junto a la tuya. Nos vemos en París.
Le da un beso corto, como un picotazo de fuego y se aleja arrastrando una cola de sueños deshechos; miradas de pasajeros que perdieron las ganas de viajar.

Desperté sobre el mediodía, con la convicción de que algo se había jodido. El sueño, y los ojos agotados por tanto esfuerzo, me habían vencido poco antes de que amaneciera. Tenía que regresar a La Boca, urgente, porque había perdido un tiempo precioso.
Mientras saltaba como un orangután con una pata dentro de los vaqueros y la otra buscando a tientas, abrí las cortinas de la ventana y se confirmó mi mala suerte: la sudestada sacudía con rabia los viejos árboles de Paseo Colón. Lo único bueno era que no llovía, pese a que el cielo era una sola y pesada nube de tormenta.
Cuando llegué a las fronteras de La Boca, de acuerdo con mis peores presunciones, las aguas color de león invadían todo a paso de gimnasta.
¿Retroceder? ¿Darme por derrotado? Eso nunca. Si había una, mínima, posibilidad de indagar en lo que quedaba de la casa, lo tenía que hacer: necesitaba una fotografía del último ocupante.
Por lo que había descifrado la cosa no era un juego. Estaba ante un asesino serial, un loco mesiánico que iba de una punta del mundo a otra eliminando gente con ciertas características: las mismas de “XXL”, mi -ahora lo comprendía- aterrado cliente; que sabía más de lo que me había contado.
Me interné en el barrio, apelando a las escaleras y veredas altas cuando podía; vadeando calles, con el agua cada vez más profunda a medida que me acercaba a la parte baja. Pero, como en el peor de los tangos, la vida arrasó mis ilusiones.
La casa quemada había sido invadida por el agua barrosa, que seguía creciendo como un nuevo diluvio, sin Noé que me salvara.
Bueno, eso no es tan cierto; tuve mi Noé.
Estaba insultándome por dormilón, con el agua al pecho, cuando un grito de alarma me despertó a la realidad:
-¡Profesor! ¡Cuidado profesor, que lo cachan los bomberos!
Me salvaron los reflejos de una vida difícil. En fracciones de segundo registré y evalué la situación: de un lado, asomando la cabeza por el agujero que dejaban los tablones que tapiaban la puerta del bar, el gallego que me gritaba con los ojos fuera de las órbitas. Al frente, un lanchón de salvamento de los bomberos, cargado de gente al tope, que había dado vuelta en la esquina y apuntaba a mi cabeza, avanzando con los motores a todo gas.
Eran pocos metros, pero los nadé como si escapara de un tiburón blanco. Cuando hice pie en el tramo de escalera bajo el agua, me alcanzó la marejada que levantaba la lancha, y me aplastó contra la pared como una palmeta a una mosca. Medio inconsciente, escuchando cumbias y carcajadas, trepé lo que me quedaba hasta el fortín del gallego.
El hombre retiró uno de los tablones superiores y pude refugiarme en la seguridad de su bar.
-¿Qué pasó...? –dije. Porque muchas veces estuve dado vuelta, pero escuchar cumbias y risas nunca me había sucedido.
-Que se salvó cagando aceite, profesor. Si lo agarran me lo hacen “patefuá”.
-¿Esos criminales eran los bomberos?
-No, es una costumbre del barrio ¿sabe? Les roban el lanchón de rescate y se arma una fiesta que ríase de los carnavales. ¿Me da una manito, profesor?
Ayudé al gallego a terminar de tapiar la puerta, y ahí caí en cuenta de que la única ventana ya estaba sellada.
-¿Usted piensa que el agua va a llegar hasta acá arriba?
-¡Y que lo diga! Más también... Venga –dijo- que ya está por pasar la “Carrera de la Sudestada”.
Lo vi trotar hasta el mostrador, apagar las luces y con una botella de orujo casero en la mano, trepar por una estrecha escalera de caracol.
Nos asomamos al pretil de la terraza -solo para comprobar que la casa quemada se deshacía de a poquito- y alcanzamos a darle un par de besos al orujo, cuando los dos botes desembocaron a unos cincuenta metros; cabeza a cabeza.
Los botes avanzaban como tortugas agonizantes, a favor de la corriente, y al impulso de dos remeros matusalénicos, que podía escuchar como jadeaban a pesar del ruido del viento.
El gallego me adivinó, porque dijo, melancólico:
-Son los últimos que quedan del Club de Remeros de La Boca. Cuando lo fundaron eran como cien, pero se fueron muriendo, y la falta de vocaciones... así estamos.
No pude comentar nada, porque el cantinero arrancó a los gritos, alentando a los competidores.
-¡Vamos, chaval, que ya lo tienes! ¡No le aflojes!
Los viejos, los dos, sonrieron hacia la terraza, amagaron un “gracias” con la cabeza, intercambiaron una mirada de odio, y se volcaron sobre los remos. Supongo que hubieran seguido así, rema que te rema hasta la próxima sudestada, si no se les cruzaba la tragedia al llegar a la esquina.
Fue todo muy rápido. Bajo la inundación había saltado una tapa de los desagües, y el remolino giraba tragándose toda la mugre que se le ponía a tiro. El bote de la derecha no tuvo fuerzas para escapar de sus garras, y en el giro enloquecido el remero cayó al agua, y desapareció en un parpadeo. Por un instante pude verlo, proyectado como un “hombre bala” por las cloacas, hasta terminar en medio del río.
-¡Joder...! –dijo mi compañero.
Y nos quedamos mirando la cara de desamparo del otro remero, más solo que la una, en un bote ya sin sentido, arrastrado por la inercia de las aguas.
Con el gesto bronco del que sabe que un macho no llora, aunque le cueste, el gallego se mandó un trago largo y me pasó la botella. Yo hice lo mismo. Uno puede permanecer indiferente ante un fusilamiento, pero asistir a la muerte de una tradición es demasiado para cualquiera.
-Profesor, tengo que irme –murmuró. Para agregar, con un gesto que lo decía todo - ¡Joder...!
-La vida sigue...
-Le dejo la botella, que usted la necesita más que yo.
Agradecí porque tenía razón. Con la ropa empapada y el viento frío iba camino a una gripe de campeonato.
Lo vi alejarse, pasando de azotea en azotea, de techo en techo, caminando por las cumbreras con las manos en los bolsillos, hasta que se perdió entre los edificios.
En la calle, el agua había trepado hasta unos palmos de la terraza. La casa quemada ya no se veía, y yo había fracasado. Para colmo de males, se largó a llover.
No sabía si el rumbo que había tomado el gallego me salvaría del diluvio, pero copié sus pasos. Lo que sí sabía era que no tenía una puta foto del asesino serial, y tampoco podía comunicarme con mi cliente, porque se me había ahogado el teléfono móvil.
Toda la noche machacándome para decodificar palabras de un zurdo, escritas para el espejo, inútilmente; sin remate.
El tipo, el autor del cuaderno, el cuerpo ausente en la casa quemada, se creía Da Vinci, y andaba por el mundo asesinando especialistas en el gran Leonardo. Un párrafo, que recuerdo de memoria, justificaba sus actos:
“Nunca descubrí nada que no estuviera allí, a la vista de todos. Sólo hay que abrir los ojos, y ver. Los especialistas, los que me inventan genio por sobre todos los mortales, ajustan la venda para que el Hombre no vea y se crea ciego. Suprimirlos despeja el camino hacia la sabiduría.”
Y había una lista de nombres y fechas de fallecimiento, algunas remotas, en la que, al final, aparecía el nombre de “XXL”, y una anotación críptica que luego cobraría sentido: Louvre, Jueves/ tarde.

MUSEO DEL LOUVRE. SALA DE LA GIOCONDA. JUEVES.
Un hombre gordo perora sin descanso -admirándose a sí mismo- sobre la sonrisa de La Gioconda. Los turistas escapan como pueden, uno a uno, hasta que queda una sola persona escuchándolo.
“XXL” .- ... nadie más que el Grande, el Magnífico Da Vinci, podía congelar en esa ambigua boca, todo el misterio del arte y la ontología humana. ¡Era más que humano! ¿No le parece, señor?
Leonardo .- (Quiere darle una oportunidad) Usted no piensa que fuera un semidiós, ¿verdad?
“XXL” .- ¡Más que eso! ¡Era Dios encarnado!
Leonardo .- (Acepta la evidencia) Ya, lo entiendo... Sabe, soy mecánico, pero con inquietudes. ¿Le molesta si lo acompaño, para escucharlo y aprender un poco?
“XXL” .- ¡Faltaba más! Con mucho gusto, mi amigo. ¡Con mucho gusto!
El gordo se adelanta, seguro de que su fiel oyente lo seguirá donde vaya, sin parar de hablar del Genio Mayor.
Leonardo acaricia en el bolsillo el aparatito, no más grande que un paquete de cigarrillos, que –si funciona, sus inventos siempre se empeñan en no funcionar- convertirá al gordo en una cagarruta de gallina. Por las dudas, terciada bajo la chaqueta, lleva lo seguro, una filosa daga
veneciana.

martes, 20 de marzo de 2007

Dichos de Grafolito del Duraznero


“Según Benedicto XVI, las almas las carga el diablo.”

lunes, 19 de marzo de 2007

Ballet, gallinas y tomates


Uno de los participantes en este blog nos ha dado su visión particular del barrio El Mondongo, donde los malevos bailaban ballet. Seguramente los “mondongueros” dirán que las cosas son de otra manera, pero, al fin de cuentas los mitos son la suma de las visiones, o los delirios, de cada uno.
Eso me hizo recordar una novela de Gabriel Bañez, titulada “El curandero del cuarto oscuro”; historia de un “mano santa” platense, vinculado a la política. En esa novela, además de recordar con gula los bocaditos de dulce de leche “Euskalduna”, Bañez habla de El Mondongo. Dice que ante cada casa hay un coche que ya no camina, y que los habitantes de barrio lo usan para tomar mate, cómodamente sentados en su interior. También cuenta, si la memoria no me traiciona, que en algunos el motor ya no está, y que en su lugar hay tierra, donde crecen lozanas las plantas de tomates.
Nunca vi ningún auto que se pareciera a eso. Pero como las leyendas modifican la realidad, tal vez alguien decida hacer algo parecido.
Nunca un coche sembrado con tomates, pero sí gallinas en la azotea.
La Micaela, que vivía en la calle 64, casi 117 –dicho así parece muy de Nueva York- tenía gallinas en la terraza, o azotea. Ponían sus huevos o dormían bajo un corralito techado, pero el resto del día vagaban por la terraza, haciendo que la rutinaria tarea de tender ropa se volviera una aventura. Dejaban regalos por todas partes.
Y era de ver la cara de la gente, cuando pasaba por la calle y escuchaba el cacareo victorioso de la que acababa de poner un huevo. Levantaban los ojos y ahí estaba, bataraza, pinta o colorada, paseando su orgullo por la cornisa, a varios metros del suelo.
Si las gallinas caminaban por las cornisas, bien puede ser que todos los de El Mondongo tengan coches que no funcionan, para tomar mate a la sombra o plantar tomates, o que los más “tauras” y cuchilleros gastaran zapatillas de punta para lucirse en el “Cascanueces” o “El lago de los cisnes”.

domingo, 11 de marzo de 2007

Homero Expósito


El Flaco Galván, patagónico tal vez a pesar suyo, me hizo llegar estos sonetos "poligriyos" de Homero Expósito, el mismo que dijo que "nadie puede escribir un tango si no es capaz de escribir un soneto". A beneficio de los no rioplatenses, incluyo un deficiente vocabulario al final, y recuerdo que Expósito era el apellido que llevaban los pibes nacidos en el orfanato, sin padre ni madre a la vista. Me gusta eso de que “bajaba las penas marineras/ hasta la palangana en Leandro Alen”, calle de prostíbulos y bares de alterne.

Cara y seca II
Era una mina puta de endeveras
que yiraba debute a todo tren,
y bajaba las penas marineras
hasta la palangana en Leandro Alen.

Con el permanganato en la cartera
y un fiolo digno de cuidar su andén,
se mandaba sus chapas sensibleras,
pues lo que usaba mal lo hacía bien.

Gastándose la vida en la bragueta,
¡me cache en dié!, ¿qué falta hace la yeta
pa' perder la esperanza de vivir?
Y entonces una noche dijo: ¡Pianto!
Y sin batir ni mú, parca de llanto,
colgó la cachufleta y a dormir.


Cara y seca I
Era una mina fiel a la malaria
que con minga tiraba todo el mes;
que yugaba debute y como otaria
se lavaba el fracaso en el bidet.

Que finó en Recoleta solitaria
pa' darse el dique de morirse bien,
y la llevaron cuatro cosos parias,
hermanos del fiao en l'almacen.

Fregándose la vida en la pileta,
¡me cache en dié!, ¿qué falta hace la yeta
pa' perder la esperanza de vivir?

Y entonces ya mufada, dijo: ¡Planto!
Y sin batir ni mú, parca de llanto,
se tomó el raticida y a dormir.


MALARIA: Cuando todo va mal
MINGA: Casi nada.
RECOLETA: Barrio pijo de Baires.
MUFADA: Enojada y “gafeada”
PERMANGANATO: Antiséptico.
FIOLO: “Cafiolo”, proxeneta.
YETA: Mala suerte.
CACHUFLETA: Coño.

martes, 6 de marzo de 2007

lunes, 5 de marzo de 2007

Amortizado


Este relato fue publicado en AQUEMARROPA, durante la Semana Negra de Gijón/2002, como finalista del concurso del Ateneo Obrero de Gijón. Conservo un diploma y ya me gasté los 100 euros del premio.


El Loco se gana el pozo

El pozo es un agujero negro. Un agujero que apesta como “el infierno”, cuando abren las ventanas para ventilarlo, y cambiarle el aserrín del piso en cada mañana.
No sé para que tiene ese cartel sobre el mostrador, “prohibido escupir en el suelo, ordenanza municipal número tanto”, si después el aserrín es una tentación. Ni sé quién se gastó en el nombre, “Bar San Miguel”, si para los de siempre es “el infierno”. Tampoco sé por qué me quedo pensando en esas cosas, cuando otra vez llovizna y me estoy mojando.
Miro otra vez, porque quiero llevarme esa imagen conmigo.
Es todo lo que queda del Loco: un pozo quemado, sin dueño, donde ya empiezan a pudrirse los desperdicios de todo el vecindario: papeles, envases de plástico, peladuras que huelen a fruta podrida.
Y la lluvia. La lluvia haciendo una sopa del aire. Y la tierra hediendo ese olor a muerto y pólvora quemada. Esa peste de miedo viejo.

Mojarra arroja el cigarrillo mojado sobre el montón de basura, y se le ocurre que al Loco Ojeda tal vez le hubieran gustado algunas flores. Aunque nunca se sabe. Los “quebrados” como el Loco Ojeda son siempre son unos sentimentales, pero no se atreven a reconocerlo.
-Seguro que en vez de flores me pedía un cigarro y un litro de vino...- murmura Mojarra.
Quizás la próxima vez, piensa. Si se anima a volver. Con flores o sin flores.
La lluvia se larga con todo, y ya no tiene excusa para permanecer allí, mirando el pozo quemado. En cualquier momento un vecino puede llamar a la policía.
Mojarra se levanta el cuello y vuelve los pasos hacia la estación del tren. Sin quererlo se le escapa un “cháu, Loco”. Lo llena de un pudor que le resulta ajeno, y da un par de saltos para alcanzar la vereda embaldosada.
En menos de una hora estará a salvo en la villa miseria, tomando mate con el ruido del agua sobre el techo de chapa. A la espera de que algún conocido venga a buscarlo para un trabajo.
Sin darse cuenta tantea el revólver entre el pantalón y el calzoncillo, y un escalofrío lo sacude como a un perro mojado. El baldío quemado que deja atrás es un reclamo, un aviso de la Parca.
Mierda con el Loco Ojeda.

-Hay y no hay... A vece vienen con auto y a vece con camione. ¿La tenés? Si eso no son muchacho del contrabando, pero del contrabando bien polenta, me corto; te juro que me corto...
Ojeda transpiraba en el esfuerzo de venderles ese trabajo. Trataba de explicarse gesticulando, y no se daba cuenta de que los años pasados en la cárcel se le transparentaban en las manos. Esas manos que copiaban sus palabras y, a veces, hasta lo que pensaba pero no decía. Allí estaba toda su historia. Muchos años de tumba, muchos palos en la cabeza, muchos silencios forzados que el preso había roto hablando con las manos, como los mudos.
-Yo puedo... -tenía aliento de vino- Te juego lo que querás a que entro, salgo y te bato dónde está la mercadería. ¿Dale? ¿Somo socio?
-Tranquilo Loco -dijo el Viejo, entrecerrando los ojos por el humo del cigarrillo- vos ya estás de vuelta. ¿Por qué no te conseguís algún laburo de sereno, o te ponés a vender diarios?
-¿Te creé que soy un gil de mierda, yo?
Al Loco se le atragantaba la furia. Pero, le gustara o no, tenía que comerse la ofensa. Lo habían admitido de lástima en la mesa del Viejo; y no podía desperdiciar lo que podía ser su última carta brava.
El Viejo se le rió en la cara y le llenó el vaso de vino, “quedate tranquilo”, le dijo. El Moncho y Ernesto corearon la risa, pero a media máquina.
-Les da un poco de vergüenza... -pensó Mojarra.
El Loco tenía ese olor a ropa de otro; ese eco de rejas y mugre que arrastran los quebrados. Los que están para perder.
-Les da un poco de vergüenza...- pensó el Mojarra espiando a Ernesto y el Moncho.
Pero no al Viejo. Al él no le daba vergüenza. El Viejo era un duro. El Viejo era un hijo de puta.
Un rato antes de que llegara el Loco, cuando alguno dijo que la apuesta podía terminar mal. Que si esa casa quinta era parte de los asuntos de la policía lo iban a reventar, estuvo muy claro:
-Si lo revientan no se pierde nada. Los tarados, como dijo Lombroso, no sienten igual que nosotros.
-Y si se descuida, hasta le estamos haciendo un favor -lo apoyó el Moncho.
Ernesto y Mojarra no habían estado de acuerdo, pero mantuvieron la boca cerrada con un levantar de los hombros. Al fin de cuentas, así era el juego.
A Mojarra, por ser el más pibe, lo habían mandado a chequear el lugar, y todo parecía indicar que Ojeda podía tener razón.
La casa de la que hablaba el Loco se escondía al fondo de una arboleda de eucaliptos, y una tupida barrera de ligustros mal cuidados terminaba de aislarla.
Un lugar así, en medio de las quintas de fin de semana, y con ocupantes que lo visitaban de tanto en tanto y siempre de noche, tenía que ocultar un buen negocio; o el peor de todos.
En ese pueblo de la provincia de Buenos Aires sólo había gente rica, los pobres de siempre para atender los jardines, y mucha policía. Para guardar la tranquilidad de los ricos y, de paso, hacer sus negocios sucios. Esa era la peor de las posibilidades. Que no fuera gente de contrabando.
-Se puede oler la plata desde la Luna, Viejo, dale... Te apuesto a que entro. ¿Vamo? ¿Agarrá? Por do cajone de vino. Común el vino, pa que no digan que me aprovecho de lo amigo...
Insistía el Loco, y el sudor de la desesperación le engrasaba la frente. Quizás tenía razón, y por una vez en su vida había olfateado un trabajo fácil y rendidor. O quizás no.
Mojarra encendió un cigarrillo y convidó al Loco.
El Moncho y Ernesto lo miraron de soslayo, desaprobadoramente, pero no les dio importancia; el que pesaba era el Viejo. Y el Viejo se limitaba a dejar que el Loco se cocinara en su propio jugo, pensando, seguramente, si valía la pena seguirle la corriente.
Mojarra pitó el cigarrillo y miró las virutas entremezcladas con el aserrín del piso.
El Viejo siempre decía que era mejor trabajar sin socios en la policía; que un buen ladrón no transaba. Pero Mojarra, aunque era el menor del grupo, había visto lo suficiente para dudar, y cerrar la boca. Si el Viejo sabía o no sabía quién era el dueño de la quinta que el Loco proponía robar, seguramente no lo iba a decir.
-¡Delen, muchacho, no sean cagone!- insistía el Loco Ojeda- Hacemo la apuesta. Si tengo razón, se ponen con do cajone de vino... y un traje con chaleco, que con esta pinta ando de sospechoso. Si el traje es usado no calienta, igual está bien.
-Puede ser, todo puede ser... -dijo el Viejo.
-¡Grande, muchacho! El vino, el traje con chaleco... y mi parte en el trabajo, que no te lo voy a dar regalado; que no soy ningún gil.
El Loco sentía crecer el interés, y hablaba y se retrucaba solo, buscando una mordida cada vez más grande.
-Pobre tipo... -pensó Mojarra, mirándole las manos que repetían sus palabras- quiere ganar una vez, aunque sea de arrebato. Mierda de vida, esta.
-Si no estás macaneando... -el Viejo hizo un silencio para visitar su vaso de whisky- si sale bien, en la próxima llevás mordida. Pero en esta tenés que pagar derecho de piso, olvidate de pedir parte.
El Loco amagó una protesta, pero se vio cortado.
-¿Está claro? De otra manera no hay arreglo. Si el trabajo sale bien, yo te tiro unos pesos, y los muchachos, acá, también. Pero no me vengas a imponer condiciones ¿Está claro?
El Loco Ojeda se quedó un momento observándolo con fijeza, y por un instante mostró una chispa del pesado que había sido alguna vez, antes de que la cárcel lo pudiera. Después se fue a baraja.
-Está bien; pa que no anden por ahí diciendo que el Loco Ojeda se llama do peso. Pero la apuesta es la apuesta y no me bajo de la parada. Do cajone de vino y el traje con chaleco, o me agarra la mala leche y cháu y no entro a ver y se va todo al carajo...
Todos dijeron que sí, que estaba bien, que no se calentara; que la apuesta se respetaba.
-¡Hecho, entonce, muchacho! A ver quien me tira un “güisqui”, que ya me mando pa la quinta.
Ernesto llamó y metió la mano en el bolsillo sin chistar.
-Miralo al codito de fierro...- se dijo Mojarra.
-Insisto con lo de la pilcha con chaleco, muchacho, porque lo necesito pa un “busines” que tengo en vista... -comentó el Loco Ojeda, que de golpe parecía haberse aflojado- Un trabajito de cheque y lapicera que, si se me da, me voy pa’rriba. ¡Acá hay mucho fósforo, muchacho! ¡Son año que lo vengo pensando!
El Loco se golpeaba la sien con un dedo roñoso. La otra mano, perdida en sueños de colores, monologaba sobre la mesa hablando de mujeres que nunca fueron y noches en blanco.
El gordo dueño del “infierno” se acercó a la mesa con la botella de whisky, nacional basculando entre los dedos como una descuidada cachiporra.
-¿Para todos? Ah, no... Bueno, si es para el Loco va con yapa. ¡Morituri te saludan!- dijo el gordo, levantando la botella en alto como una espada.
Mojarra se estremeció con el recuerdo de una vieja película de la tele. Gladiadores. Al final los masacraban a todos.
El whisky se mezcló en el vaso con un resto de vino, y subió hasta detenerse haciendo equilibrios en el borde.
-¡Atentti a la mano, con éstos, Loco! -dijo el gordo, mirando a la mesa con una sonrisa ancha que no alcanzaba a los ojos; dos piedras azules incrustadas en la grasa- Son de los que pasan más tiempo entre rejas que en la casa.
-No se pase, diga... -casi gritó el Moncho- No se zarpe que nadie le dio cabida. ¿Está claro? ¿O se lo tengo que repetir?
Ernesto se abrió un poco, apartando la silla y Mojarra hizo lo mismo. Lo único que estaba claro era que el Moncho no sabía con quién estaba hablando. Porque el patrón del “infierno” no arrugó. No levantó la voz. Solamente estiró su cara en una sonrisa gorda como un culo acostado, y le tomó el peso a la botella balanceándola por el pico.
-Dios, te lo pido, que el Moncho no haya venido armado porque perdemos todos. ¡Dios, cortala, nada de tiros!- pensó Mojarra en un santiamén.
Hasta que el Viejo intervino.
-Tranquilo, gordo... -dijo. Era el único que podía llamarlo gordo- Tranquilo que es un buen pibe, y no te quiso faltar el respeto.
Hubo un momento largo en el que los dos se miraron como si compartieran algún secreto, y después el gordo aflojó la mano con una risita sucia.
Sin saber cómo, Mojarra se descubrió apretando el pulgar contra la mesa, con el mismo asco con que había reventado las chinches repletas de su sangre en los camastros de la cárcel. Estaba seguro de que el gordo, que retornaba a su lugar tras el mostrador matando moscas con una servilleta, tendría el mismo olor apestoso, de almendra verde, si lo reventaba para sacarse el miedo del cuerpo.
-Conmigo que no joda... -dijo el Moncho; que no había entendido nada.
El Viejo lo miró con esa atención que pone la gente cuando se entera de que el otro tiene cáncer, y le espía la cara para ver por donde llega el final; y dijo:
-No hay nada que hacer, algunos tienen suerte.
-Seguro, se salvó cagando- dijo el Moncho.
Y el Viejo largó una carcajada. Pocas veces lo hacía. Una carcajada corta, seca, que cerró la discusión, porque dijo:
-Bien, pibe... seguí así, que no vas a juntar ni para un entierro de lástima.
-¿Y, voy o no voy? -interrumpió el Loco Ojeda, que estaba en otro mundo. -Si les gusta agarro la bicicleta y me mando. Junen pa fuera, son más de la doce y no hay luna. Está de puta madre... Miren que tengo un tranco largo hasta la quinta. Voy, meto el ojo, y mañana les paso el dato de lo que se puede afanar ¿Hecho?
-Hecho... Andá nomás. A ustedes los veo por acá mañana.- dijo el Viejo, y arrancó para la puerta, acompañado por el Loco, que arrastraba las alpargatas y no paraba de hablar.
-No me gustan la “mejicaneadas”. No es derecho... -comentó el Moncho, que no perdía oportunidad de criticar al jefe.
-A mí tampoco... -aceptó Ernesto-. Pero menos me gusta estar sin un peso. Además, ¿no dicen que el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón?
Con un ronroneo suave, el ford del Viejo cruzó ante las ventanas del bar, y el Moncho lo apuntó con un dedo.
-Ese siempre tiene plata, seguro que nos está cagando.
Mojarra prefería esquivar ese terreno y se jugó el resto, dejando sobre la mesa sus últimos billetes.
-Yo pago. Total, más seco no puedo estar.
-Hacés bien -dijo Ernesto- cuidar las moneditas trae mala suerte, te espanta la plata grande.
-Eso dicen...
En pocos minutos la noche se los tragó con un cháu, nos vemos mañana, y cada uno tomó por su lado.
-A guardarse que la calle está pesada. Faltan los misiles para que sea una guerra...- masculló Mojarra.- La quieren toda para ellos, son como langostas los vigilantes.
Y su miedo no era caprichoso. Porque minutos después, mientras esperaba el tren fumando al costado de la vía, los dos coches cargados de gorilas cruzaron el paso a nivel y se alejaron hacia la zona de quintas residenciales. Hasta el diariero miró hacia otro lado.
Al día siguiente el Loco Ojeda no apareció por “el infierno”. Y todos se borraron, tomaron distancia, por las dudas no los hubiera entregado. Pero hay que vivir, y a la semana justa estaban otra vez en el bar.

-Y se me hace que el Viejo se palpitaba algo...- cavila Mojarra, alejándose del pozo, saltando charcos de lluvia.- Se me hace que algo sabía, porque no se le movió un pelo cuando el gordo del bar contó que fue a la madrugada, como a las cuatro, y que la explosión no vino mal porque ese terreno baldío estaba lleno de ratas.
-Una rata menos a quién carajo le importa -dijo el gordo, mirando al Moncho- Lo único que me dio bronca fue que la bomba casi me voltea una estantería de vino bueno. Linda joda hubiera sido. Si me rompían las botellas, les pasaba la cuenta a ustedes.
Dijo, y de pronto se echó a reír porque se le había ocurrido un chiste:
-Es cosa de locos... -dijo- perder una apuesta, pero llevarse el pozo. Solamente a un loco le puede pasar.
Y se reía. Se reía hamacando la botella de whisky nacional, en esa mano que parecía una cachiporra.