Ya conté, durante mi vuelta por Alemania, que leí Monstruos perfectos dos veces, y que la segunda me gustó más que la primera. Se puede sospechar que no me había llevado otro libro y, negado que soy para el alemán… pero no es así. Hay libros que uno no leerá dos veces, y eso lo sabe antes de terminarlos. Hay otros que avisan que volveremos a encontrarnos, y qué mejor que la soledad organizada de los hoteles para celebrar de inmediato esa segunda vuelta.
¿Para qué sirve? Cuando la historia, el hacia dónde va, qué es lo que busca, y cómo terminará, ya son pasado, uno puede distenderse y regodearse en la escritura. Más, ponerse jodido, tikismiski, con la escritura y su evidente, aunque haya quien no se ha enterado, estética literaria.
Parece obvio, pero lo que diferencia un libro de otro no es la historia que cuenta, sino cómo lo cuenta. Y Miguel Ángel Molfino tiene esa clase de escritura tramposa que revela un escritor de raza con mucho oficio y muchas horas de afilar palabras para que digan lo que tienen que decir. Y digo tramposa en el sentido mágico de esta palabra: para el lector es una seda sobre la que rueda la historia y los personajes, las sensaciones elementales como el calor o el miedo, todo fácil y limpio, como si fuera fácil lograr eso.
Celebro que Molfino se haya dado el tiempo necesario para asomarse a la novela como formato, porque ha producido una auténtica novela negra latinoamericana. Siempre digo que a falta de policías confiables y con pocas rubias demoníacas, los de aquel lado terminamos hibridando, mestizando el género negro con otros registros. El resultado es que al fin nos cagamos en las reglas de todos los géneros y los críticos tienen que rascarse la cabeza para encontrar un casillero.
Una de las pruebas que me gusta hacer con las historias que leo es ver qué queda si les saco el escenario. Muchas resisten perfectamente porque el escenario no es protagónico, sobra. Y, si sobra, me pregunto ¿para qué estaba? ¿Para hacer turismo de butaca? ¿Porque creemos que piensan y son lo mismo un egipcio constructor de pirámides, un ejecutivo yanqui, un funcionario inglés, o un buscavidas argentino?
En Monstruos Perfectos no se puede sacar el fondo, porque es parte del todo. El aliento de la historia, las pulsiones de sus personajes y hasta las luces de atardecer sobre el río y las chacras, hacen a la historia y la hacen en el Chaco.
¿Resumo?: Miroslavo, un joven hijo de colonos yugoslavos, y del maltrato, es testigo lejano del asesinato de sus padres. El temor a un castigo superior que adivina como un presagio ya cantado lo hace huir, y lo coloca en el peor lugar de las sospechas.
Huye para dar con Hansen, un pesado que, al menos en ese momento, trafica con armas, pero pudo ser capaz de todo. Hansen necesita un segundo y de alguna manera adopta a Miroslavo. Así, el pibe, vivirá su iniciación en otra vida que no sospechaba y que siente que esperó desde siempre.
Hansen, en la opinión de este lector, es capaz de traicionar a su madre, pero con Miroslavo se pone en padre. Un padre a veces áspero, protector, y dueño de esa ironía salvaje de la que en nuestro mundo no se salva nadie.
No voy a agregar nada más porque no quiero estropear la virginidad de los lectores. Sí puedo y debo decir que en Monstruos perfectos hay un tiroteo, un enfrentamiento armado absolutamente brillante. Está narrado con el ritmo del quilombo y tiene la austeridad de efectos especiales de los tiroteos de verdad, más esa sensación de vacío que queda cuando la muerte borra del mapa al que, hasta hace unos minutos, teníamos delante y vivo. Aunque más no sea un personaje de papel. Y para que eso funcione el escritor tiene que atrapar un aliento de vida en el negro sobre blanco.
En Argentina Monstruos perfectos está editada por la asociación de la Editorial Recovecos de Córdoba, el Ministerio de Educación del Chaco y la revista Cuna. Espero que alguna editorial española se ponga las pilas y le tire una soguita a esta novela, para que los lectores de estos pagos no se la pierdan.
Ya que estamos les paso el link donde pueden leer la reseña que le hizo Guillermo Saccomanno, premio Dashiell Hammett 2009. Sólo tiene que pinchar sobre el color, digo, por si se han olvidado.
jueves, 4 de noviembre de 2010
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