martes, 6 de marzo de 2007
lunes, 5 de marzo de 2007
Amortizado
Este relato fue publicado en AQUEMARROPA, durante la Semana Negra de Gijón/2002, como finalista del concurso del Ateneo Obrero de Gijón. Conservo un diploma y ya me gasté los 100 euros del premio.
El Loco se gana el pozo
El pozo es un agujero negro. Un agujero que apesta como “el infierno”, cuando abren las ventanas para ventilarlo, y cambiarle el aserrín del piso en cada mañana.
No sé para que tiene ese cartel sobre el mostrador, “prohibido escupir en el suelo, ordenanza municipal número tanto”, si después el aserrín es una tentación. Ni sé quién se gastó en el nombre, “Bar San Miguel”, si para los de siempre es “el infierno”. Tampoco sé por qué me quedo pensando en esas cosas, cuando otra vez llovizna y me estoy mojando.
Miro otra vez, porque quiero llevarme esa imagen conmigo.
Es todo lo que queda del Loco: un pozo quemado, sin dueño, donde ya empiezan a pudrirse los desperdicios de todo el vecindario: papeles, envases de plástico, peladuras que huelen a fruta podrida.
Y la lluvia. La lluvia haciendo una sopa del aire. Y la tierra hediendo ese olor a muerto y pólvora quemada. Esa peste de miedo viejo.
Mojarra arroja el cigarrillo mojado sobre el montón de basura, y se le ocurre que al Loco Ojeda tal vez le hubieran gustado algunas flores. Aunque nunca se sabe. Los “quebrados” como el Loco Ojeda son siempre son unos sentimentales, pero no se atreven a reconocerlo.
-Seguro que en vez de flores me pedía un cigarro y un litro de vino...- murmura Mojarra.
Quizás la próxima vez, piensa. Si se anima a volver. Con flores o sin flores.
La lluvia se larga con todo, y ya no tiene excusa para permanecer allí, mirando el pozo quemado. En cualquier momento un vecino puede llamar a la policía.
Mojarra se levanta el cuello y vuelve los pasos hacia la estación del tren. Sin quererlo se le escapa un “cháu, Loco”. Lo llena de un pudor que le resulta ajeno, y da un par de saltos para alcanzar la vereda embaldosada.
En menos de una hora estará a salvo en la villa miseria, tomando mate con el ruido del agua sobre el techo de chapa. A la espera de que algún conocido venga a buscarlo para un trabajo.
Sin darse cuenta tantea el revólver entre el pantalón y el calzoncillo, y un escalofrío lo sacude como a un perro mojado. El baldío quemado que deja atrás es un reclamo, un aviso de la Parca.
Mierda con el Loco Ojeda.
-Hay y no hay... A vece vienen con auto y a vece con camione. ¿La tenés? Si eso no son muchacho del contrabando, pero del contrabando bien polenta, me corto; te juro que me corto...
Ojeda transpiraba en el esfuerzo de venderles ese trabajo. Trataba de explicarse gesticulando, y no se daba cuenta de que los años pasados en la cárcel se le transparentaban en las manos. Esas manos que copiaban sus palabras y, a veces, hasta lo que pensaba pero no decía. Allí estaba toda su historia. Muchos años de tumba, muchos palos en la cabeza, muchos silencios forzados que el preso había roto hablando con las manos, como los mudos.
-Yo puedo... -tenía aliento de vino- Te juego lo que querás a que entro, salgo y te bato dónde está la mercadería. ¿Dale? ¿Somo socio?
-Tranquilo Loco -dijo el Viejo, entrecerrando los ojos por el humo del cigarrillo- vos ya estás de vuelta. ¿Por qué no te conseguís algún laburo de sereno, o te ponés a vender diarios?
-¿Te creé que soy un gil de mierda, yo?
Al Loco se le atragantaba la furia. Pero, le gustara o no, tenía que comerse la ofensa. Lo habían admitido de lástima en la mesa del Viejo; y no podía desperdiciar lo que podía ser su última carta brava.
El Viejo se le rió en la cara y le llenó el vaso de vino, “quedate tranquilo”, le dijo. El Moncho y Ernesto corearon la risa, pero a media máquina.
-Les da un poco de vergüenza... -pensó Mojarra.
El Loco tenía ese olor a ropa de otro; ese eco de rejas y mugre que arrastran los quebrados. Los que están para perder.
-Les da un poco de vergüenza...- pensó el Mojarra espiando a Ernesto y el Moncho.
Pero no al Viejo. Al él no le daba vergüenza. El Viejo era un duro. El Viejo era un hijo de puta.
Un rato antes de que llegara el Loco, cuando alguno dijo que la apuesta podía terminar mal. Que si esa casa quinta era parte de los asuntos de la policía lo iban a reventar, estuvo muy claro:
-Si lo revientan no se pierde nada. Los tarados, como dijo Lombroso, no sienten igual que nosotros.
-Y si se descuida, hasta le estamos haciendo un favor -lo apoyó el Moncho.
Ernesto y Mojarra no habían estado de acuerdo, pero mantuvieron la boca cerrada con un levantar de los hombros. Al fin de cuentas, así era el juego.
A Mojarra, por ser el más pibe, lo habían mandado a chequear el lugar, y todo parecía indicar que Ojeda podía tener razón.
La casa de la que hablaba el Loco se escondía al fondo de una arboleda de eucaliptos, y una tupida barrera de ligustros mal cuidados terminaba de aislarla.
Un lugar así, en medio de las quintas de fin de semana, y con ocupantes que lo visitaban de tanto en tanto y siempre de noche, tenía que ocultar un buen negocio; o el peor de todos.
En ese pueblo de la provincia de Buenos Aires sólo había gente rica, los pobres de siempre para atender los jardines, y mucha policía. Para guardar la tranquilidad de los ricos y, de paso, hacer sus negocios sucios. Esa era la peor de las posibilidades. Que no fuera gente de contrabando.
-Se puede oler la plata desde la Luna, Viejo, dale... Te apuesto a que entro. ¿Vamo? ¿Agarrá? Por do cajone de vino. Común el vino, pa que no digan que me aprovecho de lo amigo...
Insistía el Loco, y el sudor de la desesperación le engrasaba la frente. Quizás tenía razón, y por una vez en su vida había olfateado un trabajo fácil y rendidor. O quizás no.
Mojarra encendió un cigarrillo y convidó al Loco.
El Moncho y Ernesto lo miraron de soslayo, desaprobadoramente, pero no les dio importancia; el que pesaba era el Viejo. Y el Viejo se limitaba a dejar que el Loco se cocinara en su propio jugo, pensando, seguramente, si valía la pena seguirle la corriente.
Mojarra pitó el cigarrillo y miró las virutas entremezcladas con el aserrín del piso.
El Viejo siempre decía que era mejor trabajar sin socios en la policía; que un buen ladrón no transaba. Pero Mojarra, aunque era el menor del grupo, había visto lo suficiente para dudar, y cerrar la boca. Si el Viejo sabía o no sabía quién era el dueño de la quinta que el Loco proponía robar, seguramente no lo iba a decir.
-¡Delen, muchacho, no sean cagone!- insistía el Loco Ojeda- Hacemo la apuesta. Si tengo razón, se ponen con do cajone de vino... y un traje con chaleco, que con esta pinta ando de sospechoso. Si el traje es usado no calienta, igual está bien.
-Puede ser, todo puede ser... -dijo el Viejo.
-¡Grande, muchacho! El vino, el traje con chaleco... y mi parte en el trabajo, que no te lo voy a dar regalado; que no soy ningún gil.
El Loco sentía crecer el interés, y hablaba y se retrucaba solo, buscando una mordida cada vez más grande.
-Pobre tipo... -pensó Mojarra, mirándole las manos que repetían sus palabras- quiere ganar una vez, aunque sea de arrebato. Mierda de vida, esta.
-Si no estás macaneando... -el Viejo hizo un silencio para visitar su vaso de whisky- si sale bien, en la próxima llevás mordida. Pero en esta tenés que pagar derecho de piso, olvidate de pedir parte.
El Loco amagó una protesta, pero se vio cortado.
-¿Está claro? De otra manera no hay arreglo. Si el trabajo sale bien, yo te tiro unos pesos, y los muchachos, acá, también. Pero no me vengas a imponer condiciones ¿Está claro?
El Loco Ojeda se quedó un momento observándolo con fijeza, y por un instante mostró una chispa del pesado que había sido alguna vez, antes de que la cárcel lo pudiera. Después se fue a baraja.
-Está bien; pa que no anden por ahí diciendo que el Loco Ojeda se llama do peso. Pero la apuesta es la apuesta y no me bajo de la parada. Do cajone de vino y el traje con chaleco, o me agarra la mala leche y cháu y no entro a ver y se va todo al carajo...
Todos dijeron que sí, que estaba bien, que no se calentara; que la apuesta se respetaba.
-¡Hecho, entonce, muchacho! A ver quien me tira un “güisqui”, que ya me mando pa la quinta.
Ernesto llamó y metió la mano en el bolsillo sin chistar.
-Miralo al codito de fierro...- se dijo Mojarra.
-Insisto con lo de la pilcha con chaleco, muchacho, porque lo necesito pa un “busines” que tengo en vista... -comentó el Loco Ojeda, que de golpe parecía haberse aflojado- Un trabajito de cheque y lapicera que, si se me da, me voy pa’rriba. ¡Acá hay mucho fósforo, muchacho! ¡Son año que lo vengo pensando!
El Loco se golpeaba la sien con un dedo roñoso. La otra mano, perdida en sueños de colores, monologaba sobre la mesa hablando de mujeres que nunca fueron y noches en blanco.
El gordo dueño del “infierno” se acercó a la mesa con la botella de whisky, nacional basculando entre los dedos como una descuidada cachiporra.
-¿Para todos? Ah, no... Bueno, si es para el Loco va con yapa. ¡Morituri te saludan!- dijo el gordo, levantando la botella en alto como una espada.
Mojarra se estremeció con el recuerdo de una vieja película de la tele. Gladiadores. Al final los masacraban a todos.
El whisky se mezcló en el vaso con un resto de vino, y subió hasta detenerse haciendo equilibrios en el borde.
-¡Atentti a la mano, con éstos, Loco! -dijo el gordo, mirando a la mesa con una sonrisa ancha que no alcanzaba a los ojos; dos piedras azules incrustadas en la grasa- Son de los que pasan más tiempo entre rejas que en la casa.
-No se pase, diga... -casi gritó el Moncho- No se zarpe que nadie le dio cabida. ¿Está claro? ¿O se lo tengo que repetir?
Ernesto se abrió un poco, apartando la silla y Mojarra hizo lo mismo. Lo único que estaba claro era que el Moncho no sabía con quién estaba hablando. Porque el patrón del “infierno” no arrugó. No levantó la voz. Solamente estiró su cara en una sonrisa gorda como un culo acostado, y le tomó el peso a la botella balanceándola por el pico.
-Dios, te lo pido, que el Moncho no haya venido armado porque perdemos todos. ¡Dios, cortala, nada de tiros!- pensó Mojarra en un santiamén.
Hasta que el Viejo intervino.
-Tranquilo, gordo... -dijo. Era el único que podía llamarlo gordo- Tranquilo que es un buen pibe, y no te quiso faltar el respeto.
Hubo un momento largo en el que los dos se miraron como si compartieran algún secreto, y después el gordo aflojó la mano con una risita sucia.
Sin saber cómo, Mojarra se descubrió apretando el pulgar contra la mesa, con el mismo asco con que había reventado las chinches repletas de su sangre en los camastros de la cárcel. Estaba seguro de que el gordo, que retornaba a su lugar tras el mostrador matando moscas con una servilleta, tendría el mismo olor apestoso, de almendra verde, si lo reventaba para sacarse el miedo del cuerpo.
-Conmigo que no joda... -dijo el Moncho; que no había entendido nada.
El Viejo lo miró con esa atención que pone la gente cuando se entera de que el otro tiene cáncer, y le espía la cara para ver por donde llega el final; y dijo:
-No hay nada que hacer, algunos tienen suerte.
-Seguro, se salvó cagando- dijo el Moncho.
Y el Viejo largó una carcajada. Pocas veces lo hacía. Una carcajada corta, seca, que cerró la discusión, porque dijo:
-Bien, pibe... seguí así, que no vas a juntar ni para un entierro de lástima.
-¿Y, voy o no voy? -interrumpió el Loco Ojeda, que estaba en otro mundo. -Si les gusta agarro la bicicleta y me mando. Junen pa fuera, son más de la doce y no hay luna. Está de puta madre... Miren que tengo un tranco largo hasta la quinta. Voy, meto el ojo, y mañana les paso el dato de lo que se puede afanar ¿Hecho?
-Hecho... Andá nomás. A ustedes los veo por acá mañana.- dijo el Viejo, y arrancó para la puerta, acompañado por el Loco, que arrastraba las alpargatas y no paraba de hablar.
-No me gustan la “mejicaneadas”. No es derecho... -comentó el Moncho, que no perdía oportunidad de criticar al jefe.
-A mí tampoco... -aceptó Ernesto-. Pero menos me gusta estar sin un peso. Además, ¿no dicen que el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón?
Con un ronroneo suave, el ford del Viejo cruzó ante las ventanas del bar, y el Moncho lo apuntó con un dedo.
-Ese siempre tiene plata, seguro que nos está cagando.
Mojarra prefería esquivar ese terreno y se jugó el resto, dejando sobre la mesa sus últimos billetes.
-Yo pago. Total, más seco no puedo estar.
-Hacés bien -dijo Ernesto- cuidar las moneditas trae mala suerte, te espanta la plata grande.
-Eso dicen...
En pocos minutos la noche se los tragó con un cháu, nos vemos mañana, y cada uno tomó por su lado.
-A guardarse que la calle está pesada. Faltan los misiles para que sea una guerra...- masculló Mojarra.- La quieren toda para ellos, son como langostas los vigilantes.
Y su miedo no era caprichoso. Porque minutos después, mientras esperaba el tren fumando al costado de la vía, los dos coches cargados de gorilas cruzaron el paso a nivel y se alejaron hacia la zona de quintas residenciales. Hasta el diariero miró hacia otro lado.
Al día siguiente el Loco Ojeda no apareció por “el infierno”. Y todos se borraron, tomaron distancia, por las dudas no los hubiera entregado. Pero hay que vivir, y a la semana justa estaban otra vez en el bar.
-Y se me hace que el Viejo se palpitaba algo...- cavila Mojarra, alejándose del pozo, saltando charcos de lluvia.- Se me hace que algo sabía, porque no se le movió un pelo cuando el gordo del bar contó que fue a la madrugada, como a las cuatro, y que la explosión no vino mal porque ese terreno baldío estaba lleno de ratas.
-Una rata menos a quién carajo le importa -dijo el gordo, mirando al Moncho- Lo único que me dio bronca fue que la bomba casi me voltea una estantería de vino bueno. Linda joda hubiera sido. Si me rompían las botellas, les pasaba la cuenta a ustedes.
Dijo, y de pronto se echó a reír porque se le había ocurrido un chiste:
-Es cosa de locos... -dijo- perder una apuesta, pero llevarse el pozo. Solamente a un loco le puede pasar.
Y se reía. Se reía hamacando la botella de whisky nacional, en esa mano que parecía una cachiporra.
El pozo es un agujero negro. Un agujero que apesta como “el infierno”, cuando abren las ventanas para ventilarlo, y cambiarle el aserrín del piso en cada mañana.
No sé para que tiene ese cartel sobre el mostrador, “prohibido escupir en el suelo, ordenanza municipal número tanto”, si después el aserrín es una tentación. Ni sé quién se gastó en el nombre, “Bar San Miguel”, si para los de siempre es “el infierno”. Tampoco sé por qué me quedo pensando en esas cosas, cuando otra vez llovizna y me estoy mojando.
Miro otra vez, porque quiero llevarme esa imagen conmigo.
Es todo lo que queda del Loco: un pozo quemado, sin dueño, donde ya empiezan a pudrirse los desperdicios de todo el vecindario: papeles, envases de plástico, peladuras que huelen a fruta podrida.
Y la lluvia. La lluvia haciendo una sopa del aire. Y la tierra hediendo ese olor a muerto y pólvora quemada. Esa peste de miedo viejo.
Mojarra arroja el cigarrillo mojado sobre el montón de basura, y se le ocurre que al Loco Ojeda tal vez le hubieran gustado algunas flores. Aunque nunca se sabe. Los “quebrados” como el Loco Ojeda son siempre son unos sentimentales, pero no se atreven a reconocerlo.
-Seguro que en vez de flores me pedía un cigarro y un litro de vino...- murmura Mojarra.
Quizás la próxima vez, piensa. Si se anima a volver. Con flores o sin flores.
La lluvia se larga con todo, y ya no tiene excusa para permanecer allí, mirando el pozo quemado. En cualquier momento un vecino puede llamar a la policía.
Mojarra se levanta el cuello y vuelve los pasos hacia la estación del tren. Sin quererlo se le escapa un “cháu, Loco”. Lo llena de un pudor que le resulta ajeno, y da un par de saltos para alcanzar la vereda embaldosada.
En menos de una hora estará a salvo en la villa miseria, tomando mate con el ruido del agua sobre el techo de chapa. A la espera de que algún conocido venga a buscarlo para un trabajo.
Sin darse cuenta tantea el revólver entre el pantalón y el calzoncillo, y un escalofrío lo sacude como a un perro mojado. El baldío quemado que deja atrás es un reclamo, un aviso de la Parca.
Mierda con el Loco Ojeda.
-Hay y no hay... A vece vienen con auto y a vece con camione. ¿La tenés? Si eso no son muchacho del contrabando, pero del contrabando bien polenta, me corto; te juro que me corto...
Ojeda transpiraba en el esfuerzo de venderles ese trabajo. Trataba de explicarse gesticulando, y no se daba cuenta de que los años pasados en la cárcel se le transparentaban en las manos. Esas manos que copiaban sus palabras y, a veces, hasta lo que pensaba pero no decía. Allí estaba toda su historia. Muchos años de tumba, muchos palos en la cabeza, muchos silencios forzados que el preso había roto hablando con las manos, como los mudos.
-Yo puedo... -tenía aliento de vino- Te juego lo que querás a que entro, salgo y te bato dónde está la mercadería. ¿Dale? ¿Somo socio?
-Tranquilo Loco -dijo el Viejo, entrecerrando los ojos por el humo del cigarrillo- vos ya estás de vuelta. ¿Por qué no te conseguís algún laburo de sereno, o te ponés a vender diarios?
-¿Te creé que soy un gil de mierda, yo?
Al Loco se le atragantaba la furia. Pero, le gustara o no, tenía que comerse la ofensa. Lo habían admitido de lástima en la mesa del Viejo; y no podía desperdiciar lo que podía ser su última carta brava.
El Viejo se le rió en la cara y le llenó el vaso de vino, “quedate tranquilo”, le dijo. El Moncho y Ernesto corearon la risa, pero a media máquina.
-Les da un poco de vergüenza... -pensó Mojarra.
El Loco tenía ese olor a ropa de otro; ese eco de rejas y mugre que arrastran los quebrados. Los que están para perder.
-Les da un poco de vergüenza...- pensó el Mojarra espiando a Ernesto y el Moncho.
Pero no al Viejo. Al él no le daba vergüenza. El Viejo era un duro. El Viejo era un hijo de puta.
Un rato antes de que llegara el Loco, cuando alguno dijo que la apuesta podía terminar mal. Que si esa casa quinta era parte de los asuntos de la policía lo iban a reventar, estuvo muy claro:
-Si lo revientan no se pierde nada. Los tarados, como dijo Lombroso, no sienten igual que nosotros.
-Y si se descuida, hasta le estamos haciendo un favor -lo apoyó el Moncho.
Ernesto y Mojarra no habían estado de acuerdo, pero mantuvieron la boca cerrada con un levantar de los hombros. Al fin de cuentas, así era el juego.
A Mojarra, por ser el más pibe, lo habían mandado a chequear el lugar, y todo parecía indicar que Ojeda podía tener razón.
La casa de la que hablaba el Loco se escondía al fondo de una arboleda de eucaliptos, y una tupida barrera de ligustros mal cuidados terminaba de aislarla.
Un lugar así, en medio de las quintas de fin de semana, y con ocupantes que lo visitaban de tanto en tanto y siempre de noche, tenía que ocultar un buen negocio; o el peor de todos.
En ese pueblo de la provincia de Buenos Aires sólo había gente rica, los pobres de siempre para atender los jardines, y mucha policía. Para guardar la tranquilidad de los ricos y, de paso, hacer sus negocios sucios. Esa era la peor de las posibilidades. Que no fuera gente de contrabando.
-Se puede oler la plata desde la Luna, Viejo, dale... Te apuesto a que entro. ¿Vamo? ¿Agarrá? Por do cajone de vino. Común el vino, pa que no digan que me aprovecho de lo amigo...
Insistía el Loco, y el sudor de la desesperación le engrasaba la frente. Quizás tenía razón, y por una vez en su vida había olfateado un trabajo fácil y rendidor. O quizás no.
Mojarra encendió un cigarrillo y convidó al Loco.
El Moncho y Ernesto lo miraron de soslayo, desaprobadoramente, pero no les dio importancia; el que pesaba era el Viejo. Y el Viejo se limitaba a dejar que el Loco se cocinara en su propio jugo, pensando, seguramente, si valía la pena seguirle la corriente.
Mojarra pitó el cigarrillo y miró las virutas entremezcladas con el aserrín del piso.
El Viejo siempre decía que era mejor trabajar sin socios en la policía; que un buen ladrón no transaba. Pero Mojarra, aunque era el menor del grupo, había visto lo suficiente para dudar, y cerrar la boca. Si el Viejo sabía o no sabía quién era el dueño de la quinta que el Loco proponía robar, seguramente no lo iba a decir.
-¡Delen, muchacho, no sean cagone!- insistía el Loco Ojeda- Hacemo la apuesta. Si tengo razón, se ponen con do cajone de vino... y un traje con chaleco, que con esta pinta ando de sospechoso. Si el traje es usado no calienta, igual está bien.
-Puede ser, todo puede ser... -dijo el Viejo.
-¡Grande, muchacho! El vino, el traje con chaleco... y mi parte en el trabajo, que no te lo voy a dar regalado; que no soy ningún gil.
El Loco sentía crecer el interés, y hablaba y se retrucaba solo, buscando una mordida cada vez más grande.
-Pobre tipo... -pensó Mojarra, mirándole las manos que repetían sus palabras- quiere ganar una vez, aunque sea de arrebato. Mierda de vida, esta.
-Si no estás macaneando... -el Viejo hizo un silencio para visitar su vaso de whisky- si sale bien, en la próxima llevás mordida. Pero en esta tenés que pagar derecho de piso, olvidate de pedir parte.
El Loco amagó una protesta, pero se vio cortado.
-¿Está claro? De otra manera no hay arreglo. Si el trabajo sale bien, yo te tiro unos pesos, y los muchachos, acá, también. Pero no me vengas a imponer condiciones ¿Está claro?
El Loco Ojeda se quedó un momento observándolo con fijeza, y por un instante mostró una chispa del pesado que había sido alguna vez, antes de que la cárcel lo pudiera. Después se fue a baraja.
-Está bien; pa que no anden por ahí diciendo que el Loco Ojeda se llama do peso. Pero la apuesta es la apuesta y no me bajo de la parada. Do cajone de vino y el traje con chaleco, o me agarra la mala leche y cháu y no entro a ver y se va todo al carajo...
Todos dijeron que sí, que estaba bien, que no se calentara; que la apuesta se respetaba.
-¡Hecho, entonce, muchacho! A ver quien me tira un “güisqui”, que ya me mando pa la quinta.
Ernesto llamó y metió la mano en el bolsillo sin chistar.
-Miralo al codito de fierro...- se dijo Mojarra.
-Insisto con lo de la pilcha con chaleco, muchacho, porque lo necesito pa un “busines” que tengo en vista... -comentó el Loco Ojeda, que de golpe parecía haberse aflojado- Un trabajito de cheque y lapicera que, si se me da, me voy pa’rriba. ¡Acá hay mucho fósforo, muchacho! ¡Son año que lo vengo pensando!
El Loco se golpeaba la sien con un dedo roñoso. La otra mano, perdida en sueños de colores, monologaba sobre la mesa hablando de mujeres que nunca fueron y noches en blanco.
El gordo dueño del “infierno” se acercó a la mesa con la botella de whisky, nacional basculando entre los dedos como una descuidada cachiporra.
-¿Para todos? Ah, no... Bueno, si es para el Loco va con yapa. ¡Morituri te saludan!- dijo el gordo, levantando la botella en alto como una espada.
Mojarra se estremeció con el recuerdo de una vieja película de la tele. Gladiadores. Al final los masacraban a todos.
El whisky se mezcló en el vaso con un resto de vino, y subió hasta detenerse haciendo equilibrios en el borde.
-¡Atentti a la mano, con éstos, Loco! -dijo el gordo, mirando a la mesa con una sonrisa ancha que no alcanzaba a los ojos; dos piedras azules incrustadas en la grasa- Son de los que pasan más tiempo entre rejas que en la casa.
-No se pase, diga... -casi gritó el Moncho- No se zarpe que nadie le dio cabida. ¿Está claro? ¿O se lo tengo que repetir?
Ernesto se abrió un poco, apartando la silla y Mojarra hizo lo mismo. Lo único que estaba claro era que el Moncho no sabía con quién estaba hablando. Porque el patrón del “infierno” no arrugó. No levantó la voz. Solamente estiró su cara en una sonrisa gorda como un culo acostado, y le tomó el peso a la botella balanceándola por el pico.
-Dios, te lo pido, que el Moncho no haya venido armado porque perdemos todos. ¡Dios, cortala, nada de tiros!- pensó Mojarra en un santiamén.
Hasta que el Viejo intervino.
-Tranquilo, gordo... -dijo. Era el único que podía llamarlo gordo- Tranquilo que es un buen pibe, y no te quiso faltar el respeto.
Hubo un momento largo en el que los dos se miraron como si compartieran algún secreto, y después el gordo aflojó la mano con una risita sucia.
Sin saber cómo, Mojarra se descubrió apretando el pulgar contra la mesa, con el mismo asco con que había reventado las chinches repletas de su sangre en los camastros de la cárcel. Estaba seguro de que el gordo, que retornaba a su lugar tras el mostrador matando moscas con una servilleta, tendría el mismo olor apestoso, de almendra verde, si lo reventaba para sacarse el miedo del cuerpo.
-Conmigo que no joda... -dijo el Moncho; que no había entendido nada.
El Viejo lo miró con esa atención que pone la gente cuando se entera de que el otro tiene cáncer, y le espía la cara para ver por donde llega el final; y dijo:
-No hay nada que hacer, algunos tienen suerte.
-Seguro, se salvó cagando- dijo el Moncho.
Y el Viejo largó una carcajada. Pocas veces lo hacía. Una carcajada corta, seca, que cerró la discusión, porque dijo:
-Bien, pibe... seguí así, que no vas a juntar ni para un entierro de lástima.
-¿Y, voy o no voy? -interrumpió el Loco Ojeda, que estaba en otro mundo. -Si les gusta agarro la bicicleta y me mando. Junen pa fuera, son más de la doce y no hay luna. Está de puta madre... Miren que tengo un tranco largo hasta la quinta. Voy, meto el ojo, y mañana les paso el dato de lo que se puede afanar ¿Hecho?
-Hecho... Andá nomás. A ustedes los veo por acá mañana.- dijo el Viejo, y arrancó para la puerta, acompañado por el Loco, que arrastraba las alpargatas y no paraba de hablar.
-No me gustan la “mejicaneadas”. No es derecho... -comentó el Moncho, que no perdía oportunidad de criticar al jefe.
-A mí tampoco... -aceptó Ernesto-. Pero menos me gusta estar sin un peso. Además, ¿no dicen que el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón?
Con un ronroneo suave, el ford del Viejo cruzó ante las ventanas del bar, y el Moncho lo apuntó con un dedo.
-Ese siempre tiene plata, seguro que nos está cagando.
Mojarra prefería esquivar ese terreno y se jugó el resto, dejando sobre la mesa sus últimos billetes.
-Yo pago. Total, más seco no puedo estar.
-Hacés bien -dijo Ernesto- cuidar las moneditas trae mala suerte, te espanta la plata grande.
-Eso dicen...
En pocos minutos la noche se los tragó con un cháu, nos vemos mañana, y cada uno tomó por su lado.
-A guardarse que la calle está pesada. Faltan los misiles para que sea una guerra...- masculló Mojarra.- La quieren toda para ellos, son como langostas los vigilantes.
Y su miedo no era caprichoso. Porque minutos después, mientras esperaba el tren fumando al costado de la vía, los dos coches cargados de gorilas cruzaron el paso a nivel y se alejaron hacia la zona de quintas residenciales. Hasta el diariero miró hacia otro lado.
Al día siguiente el Loco Ojeda no apareció por “el infierno”. Y todos se borraron, tomaron distancia, por las dudas no los hubiera entregado. Pero hay que vivir, y a la semana justa estaban otra vez en el bar.
-Y se me hace que el Viejo se palpitaba algo...- cavila Mojarra, alejándose del pozo, saltando charcos de lluvia.- Se me hace que algo sabía, porque no se le movió un pelo cuando el gordo del bar contó que fue a la madrugada, como a las cuatro, y que la explosión no vino mal porque ese terreno baldío estaba lleno de ratas.
-Una rata menos a quién carajo le importa -dijo el gordo, mirando al Moncho- Lo único que me dio bronca fue que la bomba casi me voltea una estantería de vino bueno. Linda joda hubiera sido. Si me rompían las botellas, les pasaba la cuenta a ustedes.
Dijo, y de pronto se echó a reír porque se le había ocurrido un chiste:
-Es cosa de locos... -dijo- perder una apuesta, pero llevarse el pozo. Solamente a un loco le puede pasar.
Y se reía. Se reía hamacando la botella de whisky nacional, en esa mano que parecía una cachiporra.
domingo, 4 de marzo de 2007
David Goodis
El 2 de marzo, hicieron 90 años del nacimiento de uno de los grandes de la novela negra: David Goodis. Durante muchos años escribió a razón de 10.000 palabras por día, novelitas basura, de quiosco, de use y tire. Nadie lo tenía por un escritor serio, y mucho menos él mismo. Sin embargo…
Tal vez porque era judío, tal vez porque su vida fue una suma de dolores y melancolía, en algunas novelas alcanzó una profundidad humana ante la que no se puede permanecer inalterado.
Cuando leí, hace ya muchos años, “Viernes 13”, supe qué quería escribir, yo. Supe que las historias con delincuentes nos dan la ventaja de mantenernos afuera. Pero que cuando la muerte y la negritud se ensañan con personajes que no marginales, o al menos no lo son por elección, no tenemos escape, y tenemos que jugar el “nosotros”, el “yo”, sin autocompasión. Desde entonces busco historias donde gente como uno enfrenta el espejo negro de la muerte.
Es imposible que todo lo que alguien escriba a 10.000 palabras por día sea bueno. Pero hay un par de títulos que no se pueden olvidar. “Viernes 13”, “La calle del olvido” y “Música de fango”, que François Truffaut llevó al cine como “Disparen sobre el pianista”.
Quiero reconocer una deuda: cuando escribí el relato largo que, corrido el tiempo, se convertiría en “Siempre la misma música”, mi última novela publicada, se titulaba “Un día de suerte” y estaba dedicado a David Goodis. Su personaje de “Viernes 13” estuvo presente todo el tiempo.
(Y ya que estamos, aclaración por una deuda menor, espero. El Sergio citado en la introducción a “Entre la puerta y la pared”, es Aquindo, no Aquino; mis dedos lo robaron la “d”. Si algún día deciden ilustrar mi novela más negra, ya sé a quien quiero tinta en mano, al Sergio Aquindo. Sus dibujos son una puerta a una dimensión dura, urbana, fría y cortante como un cuchillo.)
Tal vez porque era judío, tal vez porque su vida fue una suma de dolores y melancolía, en algunas novelas alcanzó una profundidad humana ante la que no se puede permanecer inalterado.
Cuando leí, hace ya muchos años, “Viernes 13”, supe qué quería escribir, yo. Supe que las historias con delincuentes nos dan la ventaja de mantenernos afuera. Pero que cuando la muerte y la negritud se ensañan con personajes que no marginales, o al menos no lo son por elección, no tenemos escape, y tenemos que jugar el “nosotros”, el “yo”, sin autocompasión. Desde entonces busco historias donde gente como uno enfrenta el espejo negro de la muerte.
Es imposible que todo lo que alguien escriba a 10.000 palabras por día sea bueno. Pero hay un par de títulos que no se pueden olvidar. “Viernes 13”, “La calle del olvido” y “Música de fango”, que François Truffaut llevó al cine como “Disparen sobre el pianista”.
Quiero reconocer una deuda: cuando escribí el relato largo que, corrido el tiempo, se convertiría en “Siempre la misma música”, mi última novela publicada, se titulaba “Un día de suerte” y estaba dedicado a David Goodis. Su personaje de “Viernes 13” estuvo presente todo el tiempo.
(Y ya que estamos, aclaración por una deuda menor, espero. El Sergio citado en la introducción a “Entre la puerta y la pared”, es Aquindo, no Aquino; mis dedos lo robaron la “d”. Si algún día deciden ilustrar mi novela más negra, ya sé a quien quiero tinta en mano, al Sergio Aquindo. Sus dibujos son una puerta a una dimensión dura, urbana, fría y cortante como un cuchillo.)
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