Para “parar la olla”, porque los libros no dan tanto jugo, trabajo en los montajes de un catering. Un trabajo bastante duro y muchas veces sucio, propio de inmigrantes sudacas, y pagado como tal. Sólo que tiene algo bueno, a veces se transforma en una puerta al absurdo o a la obscenidad.
Esta semana trabajé en y para una cena de 2.500 comensales. Decían que eran algo así como los dueños o administradores de toda la reserva de gas licuado del mundo. O sea, lo que se dice: pobres.
La parte culinaria, como corresponde a la categoría de la cena, estaba a cargo del más famoso cocinero catalán, al estilo de su restaurante en Barcelona, donde reservar mesa requiere meses de espera y cartera repleta. Es decir que la parte comible del asunto era todo lo cara que uno se atreva a imaginar.
Cara, y acompañada de cocineros empeñados en ser artistas. Cocineros de burbujas de aceite que explotan en la boca con sabor a aceituna, pero no demasiado. Cocineros que orquestan platos con pulpos y salsas, con una creatividad y un arrobo que dejan a Pablo Picaso a la altura de un albañil de pueblo.
Claro, el arrobo creativo es caro, y si a eso se le suma escenografía, espectáculo, infraestructura, etc, etc, ya se sabe; menos mal que queda gas licuado.
Bien, los supuestos jeques tal vez se fueron de putas o tenían otros negocios que atender, y faltaron.
Faltaron mil -(1000), M.I.L, ¿lo digo de otra manera?-, mil invitados a la cena.
Y los arrobos, y las monsergas, y los chupetines de chocolate, y el aperitivo creativo, y los bocaditos de aire con sabor a aceite que explotan ¡tilín! en la garganta, y el pulpo y la carne y todo lo de esos mil (1000) que no se sentaron a la mesa, tomó el camino de la bolsa negra y la basura.
Cara la basurita. Tan obsceno que dan ganas de vomitar. Porque no sucede a cada tanto. Sucede todos los días. ¿Tirar tanta comida? No, aunque también. Sucede todos lo días el comprobar que los artistas, los creadores que representan mejor este siglo son los que cocinan para barrigas sin hambre. Para los nuevos ricos, los ricos de siempre y la progresía que ve de buen tono ser decadente, democrático y de buen paladar, sin renunciar a una lágrima por las ballenas, y los “cayucos” que vienen navegando de África, repletos de negros que sueñan con bocaditos de aire, para entregar sus carnes a los tiburones.
Esta semana trabajé en y para una cena de 2.500 comensales. Decían que eran algo así como los dueños o administradores de toda la reserva de gas licuado del mundo. O sea, lo que se dice: pobres.
La parte culinaria, como corresponde a la categoría de la cena, estaba a cargo del más famoso cocinero catalán, al estilo de su restaurante en Barcelona, donde reservar mesa requiere meses de espera y cartera repleta. Es decir que la parte comible del asunto era todo lo cara que uno se atreva a imaginar.
Cara, y acompañada de cocineros empeñados en ser artistas. Cocineros de burbujas de aceite que explotan en la boca con sabor a aceituna, pero no demasiado. Cocineros que orquestan platos con pulpos y salsas, con una creatividad y un arrobo que dejan a Pablo Picaso a la altura de un albañil de pueblo.
Claro, el arrobo creativo es caro, y si a eso se le suma escenografía, espectáculo, infraestructura, etc, etc, ya se sabe; menos mal que queda gas licuado.
Bien, los supuestos jeques tal vez se fueron de putas o tenían otros negocios que atender, y faltaron.
Faltaron mil -(1000), M.I.L, ¿lo digo de otra manera?-, mil invitados a la cena.
Y los arrobos, y las monsergas, y los chupetines de chocolate, y el aperitivo creativo, y los bocaditos de aire con sabor a aceite que explotan ¡tilín! en la garganta, y el pulpo y la carne y todo lo de esos mil (1000) que no se sentaron a la mesa, tomó el camino de la bolsa negra y la basura.
Cara la basurita. Tan obsceno que dan ganas de vomitar. Porque no sucede a cada tanto. Sucede todos los días. ¿Tirar tanta comida? No, aunque también. Sucede todos lo días el comprobar que los artistas, los creadores que representan mejor este siglo son los que cocinan para barrigas sin hambre. Para los nuevos ricos, los ricos de siempre y la progresía que ve de buen tono ser decadente, democrático y de buen paladar, sin renunciar a una lágrima por las ballenas, y los “cayucos” que vienen navegando de África, repletos de negros que sueñan con bocaditos de aire, para entregar sus carnes a los tiburones.
Es lo bueno de trabajar en un catering: abre una puerta al absurdo, y al realismo político.