Por fin se terminó la Semana Santa. Cada año, por estas fechas, tengo el mismo ataque de racionalismo, y similar escalofrío, cuando en las procesiones desfilan tipos encapuchados, cuando los costaleros sacrifican sus lomos transportando altares que pesan quintales y cuando los fieles hacen colas interminables para besar el ropaje de las figuras sacras.
No puedo evitar la memoria. El Ku Klux Klan, la Santa Inquisición, los verdugos y los torturados.
Siento el mismo rechazo que me producen los islamistas que, una vez al año, se machacan la cabeza con cuchillos y machetes para recordar, vertiendo su sangre, el martirio de Ali.
Siento el mismo rechazo que me producen los islamistas que, una vez al año, se machacan la cabeza con cuchillos y machetes para recordar, vertiendo su sangre, el martirio de Ali.
No sé si es porque tamaño desborde de irracionalidad me hace temer lo peor, en una España en que cada día hay más muestras de racismo, o porque creo que el instinto místico, la religiosidad, quien lo tenga debería llevarlo como un acto íntimo. Con el pudor de los actos íntimos.
Por suerte, días atrás, pude ver por la tele a Joselito, aquel niño de voz aguda que cantaba “saetas” en el cine, al paso del crucificado. Lo que queda de Joselito luego de una vida aventurada y desventurada: un enano maltrecho que no puede cantar ni la lotería, y que pasea su tripa colgante por un programa basura titulado “Sobrevivientes”. Ni santo ni mártir, uno como tantos.
La existencia de los Joselito lleva las cosas a su lugar, es una toma a tierra. Eso, y que cada vez que formulo en voz alta estas preocupaciones -o manías- algún español me recuerda que después de las procesiones el incienso es desplazado por los humos del hachís, y el alcohol corre a la par que la cocaína. Que de religiosidad poco. Que, al fin de cuentas, lo que queda es la fiesta, la saturnal, el sacarse las ganas después del circo, más o menos liberado de las culpas.
Esa explicación de alguna manera me tranquiliza, porque pocas ganas de ser verdugo o inquisidor les quedan a los que están borrachos o colocados, pero también, lo confieso, me da un poco de vergüenza ajena. Esa es una de las jodas de ser extranjero. Nunca se termina.