martes, 3 de mayo de 2011

LEMMINGS, ROCK Y MUJERES CON TRES TETAS

Tenía curiosidad por leer a Fabián Casas. Me habían hablado de él como una de las nuevas voces argentinas que era necesario conocer. Y de pronto la gente de Alpha Decay no sólo lo edita, sino que lo trae a Barcelona. A estas alturas es de rigor reconocer que si un libro viene editado por Alpha Decay uno tiene que prestarle atención. Tal vez no comulgue con un autor o un título, que al fin ese es el derecho innegociable de todo lector, pero con seguridad no permanecerá indiferente. Dicho de otra manera, yo tenía ganas de leer a Fabián Casas y esta pequeña pero talentosa casa editorial le edita Los lemmings y otros.
Fabián Casas es un bicho raro. Cuando comencé la lectura de los relatos que componen este libro ésa fue la idea que comenzó a posesionarse de mi cabeza. Sus relatos trabajan sobre ese territorio, siempre lejano, siempre un poco demasiado inocente en la memoria, de la infancia, la adolescencia y la juventud. Pero, al contrario de lo que es usual en los relatos de aquel pasado, Casas les da una vigencia de presente riguroso y lo convierte en materia de creación y fantasía.
De tanto en tanto el autor nos jura que todo lo narrado es verdad, pero nos decimos que eso es lo de menos, porque sus personajes le deben los huesos, el alma y la palabra.
En un mundo literario como el argentino, donde es de buen gusto narrar historias en ciudades preferiblemente húngaras o moldavas y los personajes, aparte de secos y torturados, jamás permitirían que alguien los llame González o Mangiarotti, que de Krugger o Arnaldur no se bajan, que alguien use como materia literaria el barrio porteño de Boedo y los pibes que lo habitan me parece que señala con el dedo a la tontería.
Dicen que Casas es muy buen poeta, pero no me consta y no me constará porque de poesía cada día entiendo menos, pero… Por lo que recuerdo de otros tiempos en que me creía apto al menos para leerla, su cualidad básica es la de disparar imágenes, emociones, ideas con el gatillo de la palabra y su multiplicidad de sentidos. Dicho de otra manera, la poesía sería una manera de mirar, y sus recursos literarios la herramienta para despertar otras maneras de mirar en el lector.
Si vamos por ese lado, tal vez pueda explicar a quien no ha leído los relatos de Los lemmings y otros de qué van. Más o menos… porque Fabián Casas es un bicho raro.
Nos encontramos con Casas en el bar de una institución de Barcelona que siempre me recuerda, por su sigla, a la fenecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, me refiero al CCCB (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona); y para comenzar a conocernos se lo dije, en argentino ortodoxo:
-Vos sos un bicho raro.

Visto de cerca Casas se ve menos amenazante que en la foto de solapa de su libro, la misma donde dice que ha dejado de escribir porque se dedica al karate. Por las dudas, antes de que reaccione, le explico mi teoría a cerca de la obligación de escribir Krugers y Arnaldures para ser culto, y entonces se ríe.
-Yo creo, dice, que las historias que queremos contar están allí, en cada cosa que hacemos. En algo que te dicen en la barra del bar, en el comentario de un taxista. Las tenemos al lado, por ejemplo en Boedo. ¿Para qué pensarse más lejos, si es una manera de mirar?

Como los argentinos lo primero que hacemos es tantearle las cosquillas al otro, digo:
-Por los años en que suceden estos relatos, vos sos un hijo de la dictadura de Videla.

Hace un gesto y encaja bien:
-Es cierto. Pasé mi adolescencia en esa época negra. Me salvó el rock –dice, en evidente referencia al relato que da nombre al libro- El rock era el sitio donde encontrabas un poco de libertad, donde podías expresar la bronca.

Vamos bien, porque coincidimos con Casas en el amor a “Los redondos”, el mejor grupo de rock que ha dado la historia. (Cualquiera que piense lo contrario es, sin ser excluyente, sordo).
-Me interesa tu desarrollo de la mitología del barrio. En tus relatos te alejás de la condescendencia hacia el niño que fuimos y las historias ganan en épica.
-Yo soy, primero que nada, poeta. Y eso, aunque escriba prosa, siempre está presente porque es ver desde otro lado. Cuando escribo siempre me propongo separarme de mí mismo. Si siento que estoy narrando fácil es porque no me he separado lo suficiente. Creo que uno tiene que encontrar esa voz ajena, la de otro, para hacer literatura.

-Pero no es necesario irse a Transilvania y llamarse Vlad.
-(Ríe) En el mercado de la esquina podés descubrir esa otra voz. Siempre digo que me gustan los puntos de encuentro como esos bares de la Guerra de las Galaxias, con hombres verdes, traficantes de Orión, ex futbolistas y mujeres con tres tetas.

-Parece la descripción del bar de Norman, un amigo tuyo del relato “Casa con diez pinos”.
-Exacto. En esos sitios, llenos de gente rara porque es tan común, si uno mira un poco de costado, como para descubrir la sombra, encuentra la poesía. No sé para qué me voy a ir más lejos. Además, escribo pero sin hacerme cargo del papel de escritor, y menos de “escritor argentino”. Me lo tomo con tranquilidad porque sé que, casi todo lo que escriba, será tan argentino como de cualquier otra parte.

-Tengo la sensación de que jugás un poco de afuera en el mercado de los escritores.
-No me quiero ver como escritor, obligado a sostener posiciones estéticas y atado por un personaje. Puedo pasarme un par de años definiendo y trabajando un relato como los de este libro. Necesito despojarme de todas las frases, las palabras que te vienen fáciles porque son las de costumbre.

-Antonio Di Benedetto, un autor enorme y que no está en el parnaso de los elegidos, me decía alguna vez que para escribir uno de sus relatos tenía que tomarse varios días libres, para despojarse en los primeros del lenguaje rutinario que arrastraba del periodismo, y encontrar la literatura.
-(Sonríe como quien se encuentra con otro fanático del mismo equipo de fútbol) ¡Antonio Di Benedetto! Ese era verdaderamente un grande.

-¿Caballo en el salitral?
-¡Caballo en el salitral! ¿Ves? Ahí está. Di Benedetto fue un autor que escribía prosa desde una visión poética. Era un poeta. Caballo en el salitral es un relato para leerlo cien veces, y sentirte humilde. No; trato de no verme como escritor. Cuando me llevaron a la Feria de Francfort me sentía perdido, fuera de lugar. Quiero mantenerme donde estoy: escribiendo por necesidad, cuando tengo algo que contar, y festejando cuando me publican un libro, pero sin volverme loco por publicar.

-Uno de tus relatos comienza con la afirmación de que todo lo que se cuenta es verídico. Pero, en “Asterix, el encargado”, el narrador aterriza en un aquelarre donde la violencia se convierte en un ceremonial multitudinario. ¿Eso también es verídico?
-No… pero podría serlo. Al fin de cuentas cuando alguien narra lo que sea, tal vez un sueño, lo reescribe y lo rehace. Lo que me importa es que sea creíble en el mundo que estoy contando. Mirá, me han escrito pibes que quieren comprar el Talasa.

-¿El jarabe para la tos que tomaban los pibes para colocarse y soñar?
-Ese mismo, el Talasa. Ya no se fabrica, y podría habérmelo inventado.

-El narrador dice: La kriptonita verde nos mataba, la roja nos volvía locos, pero el Talasa era lo mejor. Un cruce entre realidad, ensoñación y superhéroes.
-Es que los superhéroes, a veces, son tan reales y te dicen tanto como la maestra de la escuela.

-Como el grupo de poetas que admira a Mishima, y decide cambiar la poesía argentina para siempre con un ritual suicida, donde se cargan a otro montón de poetas.
-(Ríe) Eso no sucedió, pero podría suceder. Tengo amigos que van por el lado de Mishima, aquel que se hizo el harakiri… La realidad, una palabra, son el disparador para la poesía. Y yo encuentro esas palabras en Boedo o en la calle, en cualquier momento.

Creo que Fabián Casas, por suerte para él y desazón de los editores y libreros, es inclasificable. Pero tiene algo. ¿Magia? Tal vez ese sea el nombre. En sus relatos el barrio y sus habitantes son una ventana al universo. Se lo digo, y también que, como hijo de un barrio, el barrio El Mondongo, siento que hablamos el mismo idioma. Entonces se produce el satori, porque abre los ojos y dice:
-¿Sos del Mondongo? Tengo muchos amigos en el Mondongo. ¡Hay un montón de grupos de rock!
Y entonces la entrevista naufraga, para bien, porque nos ponemos a hablar del rock, de La Cofradía de la Flor Solar, de Boedo y El Mondongo.
Yo sabía que, por alguna razón oculta tenía que conocer a Fabián Casas.

Esta nota fue publicada hoy en Sigueleyendo, y la foto es de Chús Sánchez.