Tengo para mí que hay dos clases de inmigrantes: los que se pasan la vida hablando pestes del país al que han ido a parar, y los que hacen lo imposible para simbiotizarse con el país donde fueron a parar. En mi infancia rodeada de inmigrantes, de la generación de mis abuelos sobre todo, sólo conocí los de la primera versión. Para ellos, ser argentino era una contra insalvable.
Desde que estoy en España conozco inmigrantes de las dos clases. Una me da bronca, por ingrata y la otra me da pena, porque es capaz de asumir ser una copia, un simil, casi nada, para lograr la aceptación. ¿Hay que quedarse con una? ¿Es inevitable?
En esto pensaba cuando veía por la tele la repatriación del cadáver de John Felipe Romero, que nació colombiano, emigró muy joven, se hizo soldado del Ejército Español y encontró el punto final cuando una mina explotó bajo/junto/es igual el transporte blindado en el que patrullaba. Estos jodidos talibanes, que se creen que Afganistan es de ellos, o de los afganos, y no del sensato Occidente.
Creo que la presencia de ese pibe colombiano en el ejército español, igual que la de tantos otros colombianos, ecuatorianos y sigue la lista, tiene que ver con el síndrome de la necesidad de aceptación del inmigrante. Quiero creer sobre todo porque pagan poco. Tan poco que los españoles no se anotan, o prefieren ir de mercenarios por ahí, que es mejor negocio.
Y la pena se me hace doble. Nacer en un lado, tener que emigrar, y que te maten por hacer el papel de otro, es una fea desgracia. No te deja ni la parodia de aquel tango: "la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser". Sólo te deja un cadáver.