De vez en cuando uno puede darse un gusto. En este caso ha sido escribir una historia con “lobisón”.
Fernando Marías, patrón de la colección “Remake” de la editorial “451” -en beneficio de los distraídos, la temperatura a la que arde el papel en grados Fahrenheit- me propuso sumarme a la reescritura de uno de los grandes mitos culturales y literarios: el Hombre Lobo, el licántropo, o “lobizón” en portugués.
En esta colección ya rindieron homenaje a Drácula y Frankestein, sigue el Hombre Lobo y hay más en preparación.
No tuve que pensarlo para aceptar. Los argentinos, crecidos en el cemento o en el campo, todos, mamamos desde chicos historias de lobisones. Más, recuerdo que cuando era pibe se armó una cacería en las afueras de La Plata, cercanías del Arroyo del Gato. Un diario había recogido el testimonio de varios que habían visto por allí a un lobisón.
Así fue que, el primer día de luna llena, el puente sobre el arroyo y sus cercanías se vieron inundados de curiosos, más o menos cagados de miedo. Fue una lástima que el bicho no apareciese y que, después, corriera la bola de que había sido un invento del diario para salvarse de la ruina vendiendo más.
Resulta curioso que un presidente argentino –me empecino en creer que pudo ser Sarmiento- para terminar con la superstición de que el séptimo hijo varón consecutivo, en noche de luna llena se convertía en lobisón, instituyo el padrinazgo presidencial.
No terminó con la leyenda, que sigue vivita y coleando, pero andan por ahí unos cuantos que tienen por padrino al presidente que les tocara.
¿Y cómo iba a terminar esa “superstición”, si estaba Mendieta para confirmarla? Mendieta, el perro parlante de Inodoro Pereira, había quedado así porque siendo hombre lo agarró un eclipse en esa noche de luna llena y quedó “emperrado” para siempre.
La tercera curiosidad, mucho menos importante para una leyenda, es que en Sudamérica no hay lobos. Entonces, a falta de lobo, los lobisones se “emperran”, y ahí van, como grandes perros negros haciendo tropelías.
Me di el gusto -con lobisón en la pampa de fin del XIX- y mi relato encabeza el libro recién sacado a la venta por “451”. Ojo, encabeza porque apellidarse con “A” tiene ventajas para el orden alfabético, siempre y cuando no se trate de una lista de fusilamientos.
Fernando Marías, patrón de la colección “Remake” de la editorial “451” -en beneficio de los distraídos, la temperatura a la que arde el papel en grados Fahrenheit- me propuso sumarme a la reescritura de uno de los grandes mitos culturales y literarios: el Hombre Lobo, el licántropo, o “lobizón” en portugués.
En esta colección ya rindieron homenaje a Drácula y Frankestein, sigue el Hombre Lobo y hay más en preparación.
No tuve que pensarlo para aceptar. Los argentinos, crecidos en el cemento o en el campo, todos, mamamos desde chicos historias de lobisones. Más, recuerdo que cuando era pibe se armó una cacería en las afueras de La Plata, cercanías del Arroyo del Gato. Un diario había recogido el testimonio de varios que habían visto por allí a un lobisón.
Así fue que, el primer día de luna llena, el puente sobre el arroyo y sus cercanías se vieron inundados de curiosos, más o menos cagados de miedo. Fue una lástima que el bicho no apareciese y que, después, corriera la bola de que había sido un invento del diario para salvarse de la ruina vendiendo más.
Resulta curioso que un presidente argentino –me empecino en creer que pudo ser Sarmiento- para terminar con la superstición de que el séptimo hijo varón consecutivo, en noche de luna llena se convertía en lobisón, instituyo el padrinazgo presidencial.
No terminó con la leyenda, que sigue vivita y coleando, pero andan por ahí unos cuantos que tienen por padrino al presidente que les tocara.
¿Y cómo iba a terminar esa “superstición”, si estaba Mendieta para confirmarla? Mendieta, el perro parlante de Inodoro Pereira, había quedado así porque siendo hombre lo agarró un eclipse en esa noche de luna llena y quedó “emperrado” para siempre.
La tercera curiosidad, mucho menos importante para una leyenda, es que en Sudamérica no hay lobos. Entonces, a falta de lobo, los lobisones se “emperran”, y ahí van, como grandes perros negros haciendo tropelías.
Me di el gusto -con lobisón en la pampa de fin del XIX- y mi relato encabeza el libro recién sacado a la venta por “451”. Ojo, encabeza porque apellidarse con “A” tiene ventajas para el orden alfabético, siempre y cuando no se trate de una lista de fusilamientos.