lunes, 23 de mayo de 2011

AJUSTE DE CUENTAS CON EL PASADO

El ruido de las cosas al caer, premio Alfaguara de novela 2011, toma de la mano al lector en las primeras líneas y no lo suelta hasta el final. Sorprende encontrarse con que Juan Gabriel Vásquez tiene aspecto de joven de familia bien, cuando correspondería más el de un curtido escritor con obras completas a la vuelta de la esquina. Por si no se entiende, quiero decir que es una obra madura, que soporta con largueza la lectura más escrutadora.
Se podría resumir diciendo que es la narración de un hombre que creyó conocer a otro hombre, hasta que un día la muerte lo puso en la obligación de saber quién era el muerto. Los años 70, 80 y 90 de Colombia desfilan entonces en una historia de amor, aventura, inocencia y muerte, a través de la que el narrador trata de entender qué ha sucedido con su propia vida.
Pero es Juan Gabriel Vásquez quien puede darnos las mejores pistas:

-La voz narradora de esta novela, Antonio Yammara, se decide a contar lo que sucedió años atrás, porque cuando uno cumple 40 años llegó el tiempo de hacerlo. Su disparador es la caza y muerte de un hipopótamo sobreviviente del zoológico del narcotraficante Pablo Escobar. Juan Gabriel Vásquez está cerca de los 40. ¿Cuál fue tu disparador para escribir esta novela?
-Siempre comienzo por alguna imagen, algún hecho que dejó rastro, sin saber por dónde me va a llevar. En Bogotá está la Casa de la Poesía, un sitio que aparece en la novela. Allí, sin pagar, uno puede colocarse los cascos y escuchar a los poetas leídos por ellos mismos. Un día, cuando estaba en la facultad de derecho, vi como un hombre de unos cincuenta años, que escuchaba con sus cascos puestos, se echaba a llorar de una manera que no había visto nunca en un adulto. ¿Qué era lo que estaba escuchando? Nunca lo supe, pero esa escena, que está en la novela, fue por donde comencé a tirar del hilo. Así estuve un tiempo, descubriendo cosas. Como que Ricardo Laverde había sido piloto de avioneta, en las primeras épocas del tráfico de marihuana. Pero no sabía de qué estaba hablando, todavía.

-Ricardo Piglia dice que la historia es lo que se cuenta, pero lo que importa es aquello de lo que se habla.
-Un buen ejemplo es Respiración artificial, de Piglia. La historia que cuenta es de siglo XIX, pero está hablando de la dictadura argentina. Así fue hasta que un día, como Antonio Yammara, leí que habían dado caza a un hipopótamo de Pablo Escobar. Entonces supe que quería hablar de un tiempo. Del tiempo en que fui un joven bogotano y la muerte, los asesinatos políticos, se habían colado en nuestras vidas.


-Y la historia de Ricardo Laverde te permitió, a través de Antonio Yammara, echarle una mirada a tu propio pasado.
-Sí. Nunca me había hecho preguntas sobre aquel tiempo. Lo tenía como postergado, escondido en una zona de oscuridad. Pero con esta novela pude volver allí, y de alguna manera saldar cuentas, cerrarlo.

-Quería preguntarte por el cruce entre Historia y ficción, pero antes quiero pasar por el lenguaje. Tu lengua literaria es rica y sólida, casi podría decir que ortodoxa, pero al mismo tiempo es claramente colombiana. Como si tu permanencia fuera no pudiera cambiar el origen.
-Fernando Vallejo decía que lo literario es siempre una invención. Que la lengua literaria es un artefacto que se construye. Somos el producto de todo lo que hemos leído y, así como se nos mezclan tonos propios de España, también se nos mezclan estructuras propias del inglés o el francés. Al fin, ya los autores del “boom” tenían esas influencias, y su lenguaje construía una representación de la realidad. No existe la pureza en la lengua, de manera que mi colombianidad también es una construcción personal.


-Vuelvo al cruce. Esta novela se apoya en hechos que sucedieron en distintos momentos: dos accidentes de aviación y la muerte de Pablo Escobar. ¿Apoyarse en hechos reales, aunque el lector no sepa de ellos, aporta una solidez subterránea a lo que se cuenta en primer plano?
-El cruce entre los sucesos sociales, los de la Historia, y nuestras pequeñas vidas personales era un tema que me atraía. A veces pensamos que nuestra vida y la Historia van en paralelo, que no se tocan; pero no es cierto. Todo lo que pasa a nuestro alrededor nos deja una marca, aunque no seamos concientes de eso. Me sucedió que un día advertí que sobre los asesinatos y los atentados que sucedieron en esos años había muchos datos, en diarios, Internet, archivos… pero no había casi nada sobre cómo la gente había vivido eso íntimamente, en el terreno de sus emociones. En el fondo quería saber qué clase de marcas había dejado en mí. Creo que esa es la ventaja de la novela. La hemos inventado para internarnos en un mundo de sentimientos y emociones, distinto de la reseña de los hechos.


-Seguramente terminaremos otra vez en Escobar, pero antes un personaje muy interesante, Elaine Fritts. Ella dice en una de sus cartas “éramos unos inocentes”, y tu narrador señala que no dice “éramos inocentes”. Elaine llega a Colombia como cooperante norteamericana para ayudar al desarrollo del tercer mundo. O sea que la gente aprenda a comer, o a limpiarse el culo. Auténtico cristianismo paternalista, que al fin termina en otra posición. Porque tu novela muestra cómo la protesta contra la guerra de Vietnam se mezcla con la marihuana, y son cooperantes quienes inician a los campesinos en su cultivo, para organizar un tráfico con destino a EEUU casi de aficionados.
-Esa es una parte de los hechos que se ha ocultado, o de lo que se prefiere no hablar. Pero hay suficientes datos como para que lo dé por cierto, o que pudo haber sido cierto. Cuando Nixon le declara la guerra a las drogas abre la puerta a un negocio fructífero, el tráfico. Es cierto que, comparada esa primera época con lo que vino luego, la profesionalización de los cárteles de la droga y los crímenes políticos, eran aficionados. Eran, como dice Elaine, unos inocentes.

-Todos los niños y adolescentes de tu generación soñaban con visitar el zoológico que Pablo Escobar había levantado en su hacienda, y que estaba abierto a cualquiera. Escobar tuvo una temporada como político, pero luego se hizo figura pública por su desmesurada riqueza ligada al narcotráfico. Era un icono público, y con esto quiero decir que era un modelo social para jóvenes y niños. ¿Qué marcas dejó en tu generación?
-Recordando lo que dice Vargas Llosa en Conversación en la catedral: ese fue el momento en que Colombia comenzó a joderse. Gabriel García Márquez, en Noticia de un secuestro, dice que, entonces, para los colombianos, el cumplimiento de la ley se convirtió en un obstáculo hacia la felicidad. El mensaje que quedó grabado es que lo que importa es el dinero fácil, y cuanto más rápido mejor.

-Tengo la idea de que la historia de Pablo Escobar podría haber sido otra si no le declaraba la guerra al Estado. Enfrentar con atentados y asesinatos a los cárteles competidores y, sobre todo, al Estado, tenía que terminar como terminó, con su cuerpo lleno de balas sobre un tejado.
-En ese tiempo Colombia toleraba y miraba con simpatía a Escobar, hasta que comenzó con las bombas en mercados, plazas o aviones, y cambió la mirada. Entonces ser asesinado se puso al alcance de todos. Te podían matar en cualquier sitio, sólo porque estabas allí. A cada rato veías por televisión los asesinatos, y sabías que tu muerte dependía de la casualidad. Cómo se llegó a eso, fue parte de un cambio tremendo y en pocos años. Cuando yo era niño Bogotá era una ciudad tranquila, donde nunca pasaba nada. Esa es la Bogotá a la que arriba Elaine Fritts, que va a asistir al cambio que va de la paz a la violencia extrema.

-En tren de dejar de lado, un poco, lo dramático: ¿Qué tiene de malo Bogotá? Tu narrador habla pestes de los bogotanos.
-(Sonríe) Como diría un profesor de teatro, ésa es cuestión del personaje. Lo cierto es que un día me dije que, si quería escribir, tenía que irme de Bogotá. La veía fea y peligrosa, cambiada para mal. Algo de todo eso debía haber de cierto, porque no me costó irme.


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