viernes, 5 de marzo de 2010

Tradiciones contra razón

Por estos días en el Parlamento de Cataluña se pone en debate la posibilidad de prohibir “los toros”, el toreo, sí, esa fiesta tradicional de España. A mí, debo confesarlo, me gusta el toreo. También me gusta el boxeo. Pero tengo claro que los dos son una salvajada. La semana que viene se publica una entrevista que hice a Jorge Wasensberg, físico, director del mejor museo de ciencias de Europa y escritor. Él me reconocía que, como a mí, le gustan los toros, pero es un activista por su prohibición. Me decía que argumentar que es una tradición no basta. Que también fueron tradiciones por suerte superadas las ejecuciones en la plaza pública, el garrote vil, y la esclavitud. Que el instinto, las emociones, lo que nos gusta, por suerte está bajo el dominio de la razón y poco a poco la humanidad va dejando de lado la sangre como espectáculo. También me decía a modo de ejemplo, y eso no saldrá en la entrevista, que cuando llega la primavera a uno se le revela la testosterona y no por eso sale a la calle a tirarse todas las mujeres que pasen. Bien, aparte de nos dejarían la cara y el orgullo abollado de moretones, tiene razón. Todo paso que se pueda dar para suprimir la tortura, tanto a las personas como a los animales, es un paso en la dirección correcta.
Hoy, el diario El País, publica una nota de Paco González Ledesma, novelista, periodista y amigo. La pirateo para los lectores de este blog porque nadie podía decir mejor lo que dice Paco. Y ya que voy en tren pirata también lo ladroneo a Rodera, un más que dibujante filósofo de los lápices de colores. Suya es la ilustración que cuelgo.
Lo que sigue es la nota que Paco titula:

La memoria del llanto

Perdonen si empiezo con una confidencia personal: yo, que soy contrario a los toros, entiendo de toros. Durante años, cuando me recogieron en Zaragoza durante la posguerra, traté casi diariamente con don Celestino Martín, que era el empresario de la plaza. Eso me permitió conocer a los grandes de la época: Jaime Noain, El Estudiante, Rafaelillo, Nicanor Villalta. Me permitió conocer también, a mi pesar, el mundo del toro: las palizas con sacos de arena al animal prisionero para quebrantarlo, los largos ayunos sustituidos poco antes de la fiesta por una comida excesiva para que el toro se sintiera cansado, la técnica de hacerle dar con la capa varias vueltas al ruedo para agotarlo... Si algún lector va a la plaza, le ruego observe el agotamiento del animal y cómo respira. Y eso antes de empezar.
Vi las puyas, las tuve en la mano, las sentí. El que pague por ver cómo a un ser vivo y noble le clavan eso debería pedir perdón a su conciencia y pedir perdón a Dios. ¿Quién es capaz de decir que eso no destroza? ¿Quién es capaz de decir que eso no causa dolor? Pero, claro, el torero, es decir, el artista necesita protegerse. La pica le rompe al toro los músculos del cuello, y a partir de entonces el animal no puede girar la cabeza y sólo logra embestir de frente. Así el famoso sabe por dónde van a pasar los cuernos y arrimarse después como un héroe, manchándose con la sangre del lomo del animal a mayor gloria de su valentía y su arte.
Me di cuenta, en mi ingenuidad de muchacho (los ingenuos ven la verdad), de que el toro era el único inocente que había en la plaza, que sólo buscaba una salida al ruedo del suplicio, tanto que a veces, en su desesperación, se lanzaba al tendido. Lo vi sufrir estocadas y estocadas, porque casi nunca se le mata a la primera, y ha quedado en mi memoria un pobre toro gimiendo en el centro de la plaza, con el estoque a medio clavar, pidiendo una piedad inútil. ¡El animal estaba pidiendo piedad...! Eso ha quedado en la memoria secreta que todos tenemos, mi memoria del llanto.
Y en esa memoria del llanto está el horror de las banderillas negras. A un pobre animal manso le clavaron esas varas con explosivos que le hacían saltar a pedazos la carne. Y la gente pagaba por verlo.
El que acude a la plaza debería hacer uso de ese sentido de la igualdad que todos tenemos y darse cuenta de que va a ver un juego de muerte y tortura con un solo perdedor: el animal. El peligro del toreo, además de inmoral como espectáculo, es efectista, y si no lo fuera, si encima pagáramos para ver morir a un hombre, faltarían manos y leyes para prohibir la fiesta.
Gente docta me dice: te equivocas. Esto es una tradición. Cierto. Pero gente docta me recuerda: teníamos la tradición de quemar vivos a los herejes en la plaza pública, la de ejecutar a garrote ante toda una ciudad, la de la esclavitud, la de la educación a palos. Todas esas tradiciones las hemos ido eliminando a base de leyes, cultura y valores humanos. ¿No habrá una ley para prohibir esa última tortura, por la cual además pagamos?
Perdonen a este viejo periodista que aún sabe mirar a los ojos de un animal y no ha perdido la memoria del llanto.