lunes, 12 de febrero de 2007

Puñaladas cultísimas


Como suelo hacer cada día, porque la religiosidad de las costumbres sacraliza cualquier boludez, pedí mi vermut con aceitunas y extendí el diario para ver cuán jodidos estamos los todos, que eso ayuda al ánimo de los unos.
Estaba en eso, desbrozando la mezcla rara de “historias del corazón” y noticias policiales en que se han convertido los medios, cuando un susurro en la oreja me avisó de la presencia de Grafolito del Duraznero, el implacable. Ya, el tipo es un amigo, pero por su esmirriada contextura suele suceder que me miran como si hablara solo, y de ahí al “loquero” hay un paso.
Grafolito, con su inveterada costumbre de criticar a los humanos -genocidas de innumerables generaciones de gusarapos- esta vez echaba pestes sobre los cultos, los académicos y las academias. Decía, en el colmo de la exageración, que son apenas menos dañinos que la lepra, la varicela y la tos convulsa, todas a un tiempo. Le dije:
-Viejo, la gente se gana el pan como puede. Ya me anotaría yo en un currito (“enchufe”, para los yoyegas (gallegos al vesre (revés))) de ese palo. Buena mosca, buena jubilación…
-No –dijo, tajante- no tengo nada contra el ladroneo. Lo que jode la paciencia es que siempre la van de víctimas y perseguidos, cuando tienen el armario lleno de esqueletos y muertos de propia mano.
Yo sabía por donde venía su bronca. Grafolito lee. Y rompe la paciencia porque cuando termina de caminarse una página ¿quién se la da vuelta? El “quía”; uno.
Lee, y es un hincha de fútbol para su autor preferido, Osvaldo Soriano. Entonces, como de tanto en tanto alguien recuerda y comprueba, que los cultos de Argentina siguen negando su existencia, se pone de la cabeza y empieza a repartir patadas. Que en un gusano es mucho decir.
Era cierto, unos días atrás había reaparecido la polémica, y Grafolito, que abusa de la amistad todo lo que puede, reclamaba:
-Volvé a escribir la historia de Di Benedetto. ¡Que el mundo se entere de que lo mataron los cultísimos!
Quise decirle que no era cierto. Que no lo mataron, pero lo pensé mejor y cerré el buzón. Porque algo de eso hubo.
El escritor mendocino Antonio Di Benedetto estuvo preso en tiempos de Videla. Y la vida carcelaria no le caía nada bien; no estaba hecho para esas cosas.
Sólo que le fogoneaba la esperanza el hecho de que cientos de escribas de todo el mundo pedían continuamente por su libertad.
Hasta que un día estuvo al borde del derrumbe final.
Un día supo que en suple cultural, de señero diario argentino, anoticiaban que la editorial Gallimard publicaría “Zama”, la novela del escritor argentino Antonio Di Benedetto, que en la actualidad –esa, previa al mundial del 78, y llena de desaparecidos- “desempeña su cátedra de literatura en La Sorbona”.
Y se quiso morir. Que lo torturaran y lo patearan los carceleros descerebrados y analfabetos, hasta le parecía normal; pero de la gente culta no esperaba una traición. Decía, derrotado:
-Saben que estoy preso. Lo saben. Y me están negando…
Dicen que nunca terminó de recuperarse de esa puñalada trapera. Digo que dicen, porque tal vez sea que el tango tragedia se nos cuela sin quererlo. Lo cierto fue que, cuando volvió del exilio, como en el baile de la escoba, no había silla para él. Y que languideció hasta morirse.
Grafolito será un gusano pero tiene razón. No sólo los generales tienen lleno de muertos el armario. Un día de estos me pongo las pilas y escribo sobre el asesinato de Antonio Di Benedetto.