lunes, 8 de octubre de 2007

Padres variados


Es curioso lo que sucede con la lengua, con el arte de comunicarnos los unos con los otros, y hasta los unos con las otras, que suele ser lo más difícil, simplemente hablando.
Y sobre todo es curioso cuando uno cursó la vida en un idioma que dio por bueno y único, y luego viene a descubrir que era prestado, como todos los idiomas o todas las lenguas, que me gusta más verlos como lenguas: artefactos de comunicación vivos, sencillitos y de alpargatas, que no esperan la santificación de las academias para existir.
Viviendo en España, más concretamente en Cataluña, el asombro de los descubrimientos no se me acaba nunca.
Por ejemplo que, más allá del quichua que hablamos sin saberlo cuando decimos choclo, morocho, chaucha o cancha -como hablaba “en prosa” sin saberlo el burgués gentil hombre de Moliere- los argentinos chamullamos lenguas de medio mundo.
Por supuesto, todos damos por sentado que de los italianos tenemos un montón, y no le chingamos demasiado. Pero también tenemos de los otros y desde muy lejos, desde el campo.
Muchas veces dijimos de nuestra oligarquía que era una “aristocracia” con olor a bosta. Les diré algo, vistos de cerca hay que hacerse cargo, si alguien nació para aristócrata son los vascos, y en Argentina se dieron el gusto.
Sin quererlo, con la palabra “bosta”, desconocida fuera del país vasco, estábamos confirmando que nuestra aristocracia luce apellidos de ese origen, y que somos capaces de hablar en eusquera, cuando empleamos la palabra “bosta”.
¿Qué no? Que sí, cuando mandamos al perro a la cucha (a la casilla del perro, N del T) también empleamos una palabra del vasco, “cucha”, que entre otras cosas es caja.
Ahí está, bosta y cucha, nos hacen vascos.
¿Y qué puedo decir de manteca o camarón, que heredamos de los gallegos de Galicia? Palabras que nombran lo que por aquí es “mantequilla” y “gamba”, nos hacen gallegos.
Claro, puede decir cualquiera, si gallegos y vascos tuvimos a montones. Eso seguro, pero, ¿y de los catalanes?
A caerse de culo amigos de allende el charco: capicúa, nos hace catalanes.
“Cap” es cabeza, y “cúa” cola, en catalán, chamullo que aunque a muchos por aquí nos les guste, existe y con buena salud.
Ese boleto, ese billete de lotería, esa cifra que empieza y cierra como en espejo, acá comenzó a llamarse capicúa: cabeza y cola. Cap i cúa, que nuestra "Y" en catalán es "i" normalita.
Está lindo, diría el paisano, es como haberse sentido guacho (huérfano, N del T) y que un día se nos aparezcan los padres. Da un calorcito por el lado del corazón. ¿O no?
Y otra cosa, como para variar. El de la foto, el Hombre Invisible, al que pude dar la mano el año pasado en las Ramblas… era de Bariloche. Si es lo que digo, los argentinos somos como los gallegos, que un gallego nace donde se le da la gana, dicen. Los “argentos”, si son patagónicos, hasta pueden ser invisibles.